sábado, 25 de octubre de 2008

Zonas de indistinción en la relación entre teoría y praxis cognitivista

Como respuesta y continuación a los problemas planteados en la "Presentación" del blog: www.themyla.blogspot.com; de María García Pérez.


Creo que he entendido tu manifiesto: ni angustia como nota existencial ligada a la elección humana (posibilidad), ni reacción ante un peligro ficticio que hubiera que corregir. Además, tampoco se entiende por qué ni cómo el ser humano reacciona ante un peligro (de hecho, pues sólo él explica la reacción) que luego no es tal (por derecho. Nota: este es el problema del legislador, que expondré en otro artículo)

Entonces, la angustia se plantea como potencia de libertad inscrita en la naturaleza humana y la imposibilidad de llevarla a efecto. ¿Es posible que se genere ante la idea de una libertad de derecho (reconocida por las sociedades democráticas contemporáneas) que no tiene su correlato en el hecho (en la vida cotidiana del individuo en sociedad)?

Es decir, su dinámica quizá sea: la de ser conscientes de ser libres por derecho y a la vez en la imposibilidad de localizar una ausencia de facto de esa precisa libertad

Pienso, además, que la realidad que nos toca vivir es ineludible. Una mentira sobre la misma no la evita, sólo la encubre, aplazando la verdad y desviando los efectos. La ausencia de libertad real que sentimos hoy día, y nos precipita, por esa misma dinámica, a la angustia (ignorancia en el fondo de la situación propia, imposibilidad de localizar el cáncer que corroe la vida, que la inhabilita para la felicidad), se encubre. Pero no así el efecto, que es la angustia. Tal efecto, como producto de la mentira implícita en el discurso social, es desviado hacia la patología, hacia lo disfuncional, de manera que la propia sociedad que lo genera está en condiciones de administrarlo, proyectando una coacción directa en este mismo proceso de curación y haciendo que juegue, por tanto, a su favor.

Esto es, sólo cuando el individuo en sociedad es incapaz de asumir la situación anómala de ausencia de libertad y rompe en estados de angustia y ansiedad, la misma sociedad, a través de sus "clínicos", lo interviene ya directamente para su reconducción, para volverlo a convertir en un término funcional de un sistema (el sueño de control de las acciones por remodelación de las pulsiones que se baraja en la película de Kubrich: La naranja mecánica)

En este sentido, no estaría mal revisar la terapia cognitiva a través de "La historia de la locura" de Michel Foucault. La relación se establecería así: si cada sociedad genera y produce su espectro, si la "locura" depende de las formas sociales en curso, históricas, concretas y contingentes, tal y como la definía el filósofo en su obra, eso explicaría por qué la patología actual apunta a la disfuncionalidad. Y por qué, también según Foucault, esta patología está basada en una teoría que se abstrae de la realidad de la que emerge, evitando explicarse a sí misma como concreción dominante de aquélla.

Pensemos que según el modelo social vigente la participación del ciudadano en la cosa pública es "indirecta", esto es, no basada en una elección consciente sobre la forma de lo social (lo propio en una democracia ideal), sino en la contribución indirecta que hace el individuo a la sociedad a través de sus impuestos, su trabajo, su voto (para legitimar una u otra clase política y contribuir al desarrollo de la democracia -la obligatoriedad de votar-).

La figura límite de la integración, como ya pensamos en Lisboa, es la del inmigrante. Nosotros estamos dentro -más bien, atravesados, constituidos- y no podemos objetivar nuestro proceso de inserción social, pero el inmigrante, como el que se presenta desde un "afuera" exigiendo ser "asimilado" por el "organismo social", es aquel sobre cuya persona se ejecutan los procesos de integración, es decir, es aquel supuesto gracias al cual podemos hacer inteligible nuestro propio modo de inserción social.

En este sentido, los programas políticos de integración del inmigrante tienen como objetivo primordial integrarlo dentro del mundo laboral. El estado de "activo" en situación "regularizada" es condición sine qua non para que un inmigrante, aun sin perder este estatuto, pueda ser reconocido como integrado socialmente.

Esta idea tiene implícita la de una sociedad entendida, no como conjunto de individuos, sino, también como a sabido ver Foucault al describir las características de la biopolítica, como organismo vivo sobre el cual hay que intervenir quirúrjicamente para su continua reconducción. Aquí, lo que está detrás es una sociedad entendida como "cuerpo vivo" en la que cada uno de sus términos sólo tiene sentido si es referido al organismo -sistema- a cuyo funcionamiento contribuye. Este esquema holista es en el fondo "total" -Hegeliano- pues ningún holismo disuelve la realidad ontológica de los términos si antes no los ha integrado en un conjunto que puede ser entendido como la Unidad, Unidad esta que no actúa desde "más allá" del sistema para corregirlo (como un Demiurgo contra el cual aún cabe la rebelión), sino se confunde aquí con el sistema mismo -el único individuo real, el único actor.

Así, se crea un proceso de inmanentización de toda acción en el interior del sistema que genera, no ya rebelión, sino pura impotencia, pues el "sistema" al cual nos referimos, además de impersonal (No Demiurgo, Acéfalo), es una máquina implacable a la que le satisfacen -por esa inmanentización- todos las acciones, todos los movimientos, todas las iniciativas. La acción y la reacción son asimilados en este organismo como partes de un mismo proceso constitutivo de la esencia inobjetivable -pues es sólo movimiento general- de dicho sistema, el cual, pues, no puede jamás estar saciado.

Pero esta inmanencia de los términos in-significantes por sí mismos sólo es posible gracias al concepto de "funcional", que esconde, a su vez, el viejo prejuicio de la finalidad externa de las cosas. Es la vida en la exterioridad no entendida como lo hacen Deleuze o Derrida, que en efecto pretenden disolver al sujeto a la vez que la Unidad -el golpe se asesta al unísono- sino la disolución del sujeto manteniendo la Unidad como sistema. Así, ha resultado que el reduccionismo, aun poniendo toda su esperanza en el hecho, en el dato empírico, demostrable, cuantificable, en ese afán por reducir todo lo cualitativo por considerarlo parte del viejo prejuicio continental de las idealizaciones -res cógitans, res extensa-, aún así, no solamente no ha sabido llegar hasta sus últimas consecuencias, sino que ha "idealizado" la realidad hasta límites insospechados, pues esa unidad sistémica sustentada en la funcionalidad, en tanto que impersonal, ya ni tan siquiera es localizable.

Es real según este discurso -una herramienta fundamental para poder llevarse a efecto- pero está filtrada en la acción misma del agente, en el concepto de "acción", en la interacción del agente con su afuera. No se ve, pero se produce. El sistema no es, sino que se sostiene, sobrevive, a cada instante. Y, por tanto, a cada instante está en peligro de muerte, a cada instante podría acabarse. Cada crisis podría ser la última crisis del sistema -lo que explicaría, aún en un sistema subsistente, la intervención quirúrjica del político (experto en la “materia” social)-

Cierto que el éxito del sistema es evidente, pues destinado a la mera subsistencia, tal éxito se verifica -según los axiomas de este ciencia, el p. verificacionista- en el simple acto de preguntarse por su éxito, pues si este no hubiera acontecido no existiría nada ni nadie que pudiera interrogarse sobre él. Habría perecido. Ahora bien, este problema se resolvería si se recurre a grados de subsistencia, a estados óptimos, pero entonces la idealización sobre la realidad sería doble, pues habría que recurrir a una norma o tipo ideal cuya realidad empírica ya no sería verificable, pues, de serlo, dejaría de ser el tipo ideal para convertirse en el caso contingente que ha de ser medido.

Con respecto a la sobrevivencia del sistema, a esa posibilidad continua de perecer, habría que descubrir otro prejuicio: una cierta concepción del tiempo como tiempo pasado efectivo, realizado en la acción exitosa, tiempo futuro incierto y cuasi-apocalíptico, en tanto que en él se inscribe la posibilidad, siempre actualizada en las acciones exitosas pasadas y presentes, de no ser, y un tiempo presente paradójico donde el ser y el no ser cohabitan en un conflicto que se resuelve a favor del ser de la realidad dado en la misma acción exitosa. Así, en el presente, en cada presente, nos jugamos el futuro de la humanidad.

La acción del hombre ha de funcionar por fuerza. Es necesario que funcione la acción para que funcione el sistema, pues el final definitivo del mismo depende de la funcionalidad de las acciones con relación a él. Él lo es todo. Él domina, pues, incluso el tiempo, pues la ruptura del tiempo, la posibilidad de su no-continuidad, pone al sistema en apuros, es su debilidad y por tanto ha de dominarlo a través de la acción exitosa de los agentes in-significantes.

Se descubren imposibilidades lógicas de la teoría cognitivista con relación a la praxis que se asegura en el mundo. La praxis la entiendo como terapia cognitiva, y de ahí nos vamos a Leibniz. Nos movemos, a pesar de la pretensión positivista de ser antimetafísicos, en el plano de la monadología, por eso es lógico que se perciba esa idealización, ese Dios-sistema que, como filtrado en toda la realidad, está en todas partes a la vez y es a la vez es ilocalizable, no concretable, no objetivable. Es la máxima de la divinidad cristiana: No estar en ninguna parte y en todas a la vez, en tanto que Él lo es Todo y no un Demiurgo que gobierna la parte que nosotros, finitos, entendemos como el Todo. Pues si no podemos resistirnos al sistema, en tanto que el éxito de éste es su supervivencia, y dicha supervivencia es verificable en el simple gesto que predispone a su verificación, no se entiende, en el plano de la praxis, cómo ciertos comportamientos pueden ser disfuncionales, esto es, cómo pueden contribuir al fracaso del sistema del cual dependen.

De ahí la grandeza del Sistema y su propia debilidad, de ahí que la noción de "disfuncionalidad" no tenga cabida o la tenga sólo de forma parcial, si entendemos que ésta es así sólo por la naturaleza parcial del hombre, por su razonamiento perspectivísitico, incapaz de discernir el Conjunto en su totalidad -cualidad sólo del Ojo infinito que todo lo ve-. El éxito global del sistema implica que una acción no exitosa tiene, no obstante, que serlo a la fuerza. Quizá no es funcional para el propio agente o aquélla materia en la cual se aplica, pero debe serlo en general, pues lo que cuenta es el resultado final, el conjunto de acciones que hacen sobrevivir al sistema. Las mónadas, en su interrelación, actualizan el Todo del cual forman parte.

La diferencia entre la monadología de Leibniz y la teoría cognitivista es que mientras aquélla no puede verificar la existencia del Todo-Dios, siendo su plan siempre aplazable al futuro -final de los Tiempos, donde las interrelación de las mónadas cobran sentido y hasta los aparentes males se revelan como hechos positivos y necesarios para la constitución de este mundo; ésta puede verificar su Todo-organismo en el hecho incuestionable de su supervivencia.

Pero en tanto que superviviente, cualquier acción individual, por aparentemente frustrada o disfuncional que parezca ser para el sistema, actualiza el “mejor de los mundos posibles”. Lo cual significa que toda acción, se quiera o no, está destinada de antemano, en tanto que acción posible y después efectiva, a la perpetuidad del sistema. Veamos las dificultades de la noción “disfuncionalidad”.

Esto significa que el cognitivismo no ha sabido estructurar correctamente la teoría y la práctica. Según la primera, la segunda es imposible. Y esto es así porque teóricamente mantiene una actitud acrítica con relación a la sociedad en la que vive el individuo. Si "él" es "disfuncional" con relación a la realidad, si ésta es el patrón-ideal que mide la calidad de las acciones y de los pensamientos, entonces el sujeto se autoproduce su propia patología como fracaso en el procesamiento de los datos. Ahora bien, si esto es así, si existe relación entre individuo-sociedad sólo al nivel referencial, comparativo y explicativo de la teoría, pero no a nivel patológico que la praxis presupone, entonces el individuo patológico se opone tanto a la sociedad que su naturaleza ha de ser entendida necesariamente como absolutamente diferente. Individuo, sociedad y patología no son conmensurables en un esquema teórico, no existe relación sustancial entre ellos.

Pero hay más dificultades, pues si entendemos que la sociedad sí produce o contribuye a la producción de la patología, estaríamos ante una realidad orgánica (el Individuo Total) que, o bien produce aquello que está destinado a exterminarla, o asumimos que ella, la realidad perfecta, ideal y modélica, ya no puede ser tenida como tal, en tanto que produce errores. Pero... ¿errores con respecto a qué? Según su propio método, la noción de error, al volverse consubstancial al individuo y a la sociedad, únicos polos de esta relación sistémica criticada ampliamente por Levinás en Totalidad e Infinito por sus implicaciones éticas, ya no tiene sentido, se disuelve por sí misma. Acabaríamos en un panteísmo de las acciones, imposibles de cualificar moralmente -funcional/disfuncional- al que nos conduce la misma teoría según la finalidad de subsistencia: todo tiene cabida, todo es positivo. O sencillamente, todo es todo, una tautología sobre la que ya no podemos pronunciarnos, a la que no podemos dar ningún contenido.

Si el propio sistema produce la patología, esto sólo se sostiene recurriendo a una idea que nos conecta directamente con la teoría darwiminista de la selección de las especies. El propio sistema introduciría el error para corregirse a sí mismo, para fortalecerse al corregir sus imperfecciones en un continuo proceso retroalimentativo, o según Nietzsche: "lo que no te mata, te hace más fuerte". Pero esto nos lleva directamente a la problemática del bien y del mal cristianos: Por qué el Bien habría de crear el mal. ¿Qué necesidad tiene? ¿Es el sistema inteligente? El único error que puede conocer el sistema es aquel que él mismo introduce, así que su afán de perfección sólo se entendería como corrección de las imperfecciones autoproducidas. Absurdo.

Así y con todo, un sistema cuyo éxito está basado en la subsistencia, no puede introducir el error, y esto porque entre la vida y la muerte, entre el ser y el no ser, entre el subsistir y el no subsistir, no caben mediaciones, no caben grados. Se puede subsistir más confortablemente o menos, pero esto es subjetivo, pues está asociado a lo que cada cual entiende por su propio bien, su felicidad, de modo que la felicidad no puede establecer un criterio cierto, ni ético ni epistemológico (Kant) ni orgánico, para medir un grado de subsistencia. Además, aquí hay implícita una trampa que se descubre analizando las proposiciones: "subsistir más confortablemente" y "subsistir menos confortablemente", vemos que no implican grados de subsistencia, sino modos o formas, ya que en ambos casos está presupuesto el éxito de la subsistencia.

Existe diferencia entre la subsistencia y la supervivencia y ha sido caracterizada por Elias Canetti en Masa y Poder. La segunda implica la potencia, la intensidad, y quizá si entendería de grados (de menos a más intensidad de ser-, pero la primera es simple y llana permanencia -este autor lo caracteriza con la imagen de una vaca rumiando, una vida vegetativa que consume para vivir y vive para consumir, lo propio del animal laborans de la sociedad de consumo caracterizado por Hannah Arendt en su Condición humana) Entonces, la introducción de un error, de una acción disfuncional por simple que ésta fuera, sería su ruina. Una ruina que además ya no sería constatable, verificable.

Si bien las acciones parecen todas destinadas a su sostenimiento hasta con independencia de la intencionalidad de las mismas, como he hecho ver, el problema de la imposibilidad del error (que de hecho no se da, pues subsiste, repito) conecta con la idea de una organización del tiempo presente como potencialmente apocalíptico, como tiempo que puede acabarse. Como eterno estado de crisis en el sistema. Su naturaleza o sustrato es ser destinal, a la vez que su horizonte permanente es la posibilidad de su ruptura, de su excepción. El caos -estado de naturaleza, guerra de todos contra todos, oscuridad prehistórica, violencia y muerte-, su posibilidad real y permanente organiza a cada instante el orden real del sistema, orden que es inmanente a la movilidad (entendida como acciones funcionales) ya indiferente a cualquier ordenación teleológica, consciente, externa, pues ya hemos demostrado que ni hay Demiurgo ni la teoría sistémica deja hablar en términos de funcionalidad/disfuncionalidad.

Pero, al carecer ya de criterio para operar cualquier distinción binaria, este orden sistémico no puede ya diferenciarse en modo alguno del desorden o caos que presupone el su desenvolvimiento. Las fronteras entre el caos y el cosmos, así como entre lo funcional y lo disfuncional, se vuelven difusas sin permitir una coimplicación, pues ésta también produciría esta zona de indistinción que cualquier teoría, en tanto que basada en conceptos, debe evitar a toda costa.