sábado, 21 de noviembre de 2009

La España negra y salvaje de los medios de comunicación


En el estado español, de unos años a esta parte, se viene produciendo un fenómeno que, dada la problematicidad del proceso histórico constitutivo de nuestra nación, no nos debe resultar ajeno. Incluso diría que lo aceptamos sin más porque a pesar de haber estado ausente durante los años inmediatamente posteriores al proceso de transición española –años en los que la propaganda debía enseñar un país ideológicamente volcado a la izquierda- hunde sus raíces en lo más hondo de una psique colectiva acostumbrada tradicionalmente a un determinado reflejo de sí misma a través de los medios de producción del discurso social, que en país totalizado por elites acaba convirtiéndose en la única manera de comprensión de la realidad, y el único filtro con el cual cada persona interpreta los fenómenos sociales. Tal fenómeno es el de la demonización del pueblo español –el pueblo llano, despolitizado, compuesto por criminales, camorristas, irresponsables y vividores- y la consiguiente necesidad de civilizarlo.

El mito de la España profunda, relacionada ésta con la España salvaje y peligrosa, viene de antiguo y no hace sino indicar claramente cuál es la imagen que las autoridades del país, implicadas directamente en la producción de dicho discurso, han vertido sobre la población, aleccionándola así acerca de la representación que ha de tener cada individuo de sí mismo en tanto que español. La España negra late incluso por debajo del mito constitutivo de la Transición española. Escribí un artículo para esta misma revista, titulado “La desintegración del mito fundacional de la monarquía parlamentaria”, en el que siguiendo el libro de Ferrán Gallego El mito de la transición, trataba de demostrar cómo por debajo de la dialéctica –en absoluto dialógica- de los antagonismos izquierda/derecha se escondía una concepción interesada de la Guerra civil española del 36-39 como lucha fraticida entre “dos españas”. En este artículo trataba de demostrar que no existieron dos españas, sino una, y que tal lucha fraticida no constituía sólo el impulso moral que debía servir de límite a la acción política actual –a falta de límites reales incardinados en organizaciones sociales e instituciones realmente desvinculadas material e ideológicamente de la política-, sino la estrategia política mediante la cual se constituía la nueva España como amistosa reconciliación de contrarios, todo lo cual no tenía otro objetivo que lograr la supervivencia de los elementos franquistas dentro de la nueva legislación. De hecho, se podría decir que la legalidad en el país cambió para asegurar que no se produjera el tan ansiado cambio sustancial.

Las ideas de dicho artículo pueden ampliarse, si entendemos la guerra civil como lucha fraticida y ésta a su vez como el episodio más lastimoso de la irrupción de la España negra, la España profunda, ese país salvaje en el que los hermanos están dispuestos a saltar los unos sobre los otros para sacarse las entrañas. De hecho, a la historia política de la guerra civil se han añadido otra gran cantidad de historias sangrientas, en las que los personajes son tan anónimos que popularmente ni se les conoce, en las que la confusión de la batalla y el odio ideológico servían de pretexto para que los españoles se mataran entre sí por viejas rencillas que eran incapaces de solucionar pacífica y dialógicamente. El mito de la transición no sólo ha encubierto la injusticia, sino que ha resucitado el fantasma, siempre latente, de la España ingobernable del todos contra todos, incapaz por sí misma de ser una comunidad libre y responsable de sí.

Reconocida socialmente la necesidad de huir de la violencia –física y verbal- en cuestiones sociales y políticas, a día de hoy sólo nuestras autoridades políticas y las mediáticas se encuentran en condiciones de dialogar entre sí. Esto se debe a varios hechos decisivos: primero, que la oligarquía que tradicionalmente ha gobernado el país, a falta de una auténtica legitimación popular, ha debido buscar la suya propia en modelos europeos que históricamente sí habían logrado legitimidad. Por ejemplo, por más que en España intenten meternos en la cabeza que nuestro sistema parlamentario es bipartidista porque imita el modelo norteamericano, a poco que se profundice en el tema se verá que si bien en América el problema reside en la distancia que la democracia representativa real presenta con respecto al ideal de democracia plena, en España debemos cuestionarnos si realmente existe democracia representativa. Tampoco hay división de poderes a la americana, ni material ni formalmente. Igual sucede con otras tantas categorías políticas y económicas. A día de hoy, una crítica seria al sistema económico del estado español no puede tomarse en serio si pretende juzgar a este como un capitalismo neoliberal. Muchos alegarían a esto que ojalá aquí se luchara económicamente en igualdad de condiciones sin preferencias logradas mediante cargos políticos.

Tampoco puede hablarse de estado liberal cuando la realidad es constituida íntegramente a través de un discurso político, identificado con el Estado, y con unos medios de comunicación cuya imparcialidad consiste no en articular una crítica a la vida política en general desde sus propios intereses económicos de gran empresa capitalista, sino en convertirse en correlato mediático y defensor a ultranza de las posturas políticas fácticas –no corrientes ideológicas- a las que representan. Un país en el que el discurso político configura íntegramente la realidad social –aunque su unidad consista en una eterna dualidad que presupone la lucha-, y donde esa misma realidad social es intervenida infinitamente mediante leyes que emanan verticalmente desde instancias políticas que están muy lejos de representar los intereses de los votantes, es decir, de leyes que no formalizan tendencias naturales o exigencias reales del pueblo, sino que se interponen entre él y la realidad, no sólo no es democrático, no sólo no posee un estado liberal, sino que su auténtica nomenclatura lo acercaría mucho más a esas otras realidades políticas cuyas ruinas históricas sirven precisamente de cimiento fundacional para la democracia representativa y el sistema parlamentario occidental de después de la II Guerra Mundial.

El mito de la Transición, en última instancia, ha escondido un secreto que, si bien estaba ahí guardado bajo siete llaves para que nadie advirtiera esta estrategia, ha sido por otra parte un secreto cuya realidad histórica nos es tan familiar que la hemos aceptado casi sin cuestionárnosla. La Transición está impregnada de sangre en sus orígenes. Una sangre hipotética y antigua que está más allá de la ideología política, o que convierte a esta en inútil justo en el instante en que el español mata porque lo lleva en la sangre, porque, a pesar de las proclamas, de las luchas sociales y políticas, de las reivindicaciones justas o injustas, mata porque está loco, porque es un enfermo. Finalmente, la guerra civil es concebida como aquel momento en que el país perdió la cabeza.

En realidad existen muchas categorías para designar el comportamiento patológico del español. Este comportamiento está constituido a fuerza de clichés históricos que han arraigado en la realidad psicológica y social justamente cuando la clase gobernante, carente de una legitimación realmente popular para el ejercicio de sus funciones, ha quedado al descubierto como una clase tiránica. Sólo logrando que España se concibiera a sí misma como un país aún por domesticar, un país peligroso para sí mismo, ha logrado, no legitimar, sino justificar un dominio tiránico de la sociedad que se ha aplicado con total verticalidad. En momentos de mayor bonanza económica tales dispositivos de dominación han continuado funcionando, si bien eran prácticamente inapreciables. Pero cuando la economía entra en quiebra y surge, a raíz de ella, el descontento social y la crisis amenaza con volverse institucional, se ponen al descubierto la impopularidad de las instituciones, la verticalidad de su ejercicio, que pasa a ser de gobierno a ser de dominio, y sobre todo la última ratio del poder: la fuerza. Hay quien alega que esto ya no es así, ya que el ejército está plenamente al servicio del poder civil. Sin duda se ha profesionalizado y modernizado, y desde luego la guerra que mantenemos contra Afganistán muestra hasta qué punto está al servicio de intereses políticos y económicos, como lo son las empresas de construcción privadas que se hacen ricas por sus contactos políticos. Sin embargo, no se trata tanto de saber ubicar la posición del ejército, como de identificar sobre qué fuerza se constituye el gobierno. Si su fuerza es popular podemos respirar tranquilos, ahora bien, puede que haya que volver la cabeza a otros cuerpos de seguridad del estado. Hay que recordar que el ejército del país, a diferencia de los países verdaderamente civilizados, tenía como máxima función salvar a España de los enemigos internos, según ley de 1878. Esta ley permitía al ejército recuperar el control del país siempre que estuviera en peligro. Para ellos, el peligro consistía en que el gobierno fuera verdaderamente popular. A este respecto se aprecia la ausencia de un cuerpo de policía bien preparado y armado que realizar las funciones de represión interna. Sin embargo, el poder, en aquellos años de los pronunciamientos y luego de los golpes de estado, no era precisamente civil o económico, sino que descansaba directamente en el ejército.

España es un país a medio hacer, un país que sufre un lento y traumático proceso de configuración nacional que tiende a la centralidad por la fuerza. La unión de las regiones es todavía una ficción discursiva. El concepto de unión no es aplicable a España porque según éste desaparece todo centro y con él toda verticalidad y jerarquía en el trato de los asuntos nacionales. La unión implica más un orden que un mando. La configuración de la nación española todavía es dependiente del centralismo. Tal centralismo implica una fuerte jerarquía, la verticalidad con que en última instancia se resuelven las cuestiones y, lo que es más traumático aún para todos los nómadas errabundos de la península ibérica, una relación salvaje con el español.

El conflicto es interno, y en tiempos de pacificación interna la relación es aparentemente de gobierno, el cual ha de poner orden en la pluralidad, en la materia desordenada, pero de reconocida existencia. Pero en tiempos de conflicto, tal como el que se avecina o, mejor dicho, en el que estamos ya inmersos, la relación que guardamos con la idea central de la nación española muestra su auténtico rostro represivo. Pasa de ser una relación de gobierno a ser una relación de imperio, y la existencia de la materia que hay que conquistar sólo es reconocida en la medida en que el discurso la inciviliza, la desnuda, para disponerse otra vez al proceso civilizatorio del que la hace presa inmediatamente.

Decía que muchos son los conceptos que pueden aplicarse al supuesto espíritu dañino y anarquista –en su sentido peyorativo, no político- del español. Desde una perspectiva clínica, sería un loco, esto es, alguien que está por curar. La sociología, con relación a la sociedad de consumo, ha identificado un cierto síndrome de Peeter Pan en el español medio, sin darse cuenta de que mientras en otros países tal definición sirve a una comprensión de los movimientos sociales, en España se convierte en aliada de la estrategia política que infantiliza al individuo para justificar una actuación que tiene su modelo más inmediato en el padre generoso, pero dominador y, llegado el caso, sancionador. También la sociología puede relacionar su concepto con el del salvaje, aunque este más bien lo dejamos para la religión. La religión llama a este fenómeno “evangelizar”. Si en España ha habido siempre una actitud frente a la iglesia católica que ha combinado la subordinación a regañadientes con el desprecio más absoluto y el ansia radical de acabar con todo indicio de religiosidad, ha sido porque la Iglesia católica ha sido siempre “de púlpito”, es decir, vertical, desde arriba y en latín a un pueblo que está abajo y no entiende. Y en último término siempre ha estado más cerca de los intereses políticos y materiales que del pueblo al que decía proteger contra el maligno. Para la iglesia católica el español es el eterno salvaje. Debe reconocerle capacidad para el bien, pues de otro modo no podría aplicarse a su salvación. Pero de otra parte ha fomentado el acto de comulgar posterior a la confesión para asegurar la continua caída de aquel que sólo está en auténtica gracia con Dios cuando se arrodilla frente a la capilla del confesor y luego comulga. Sólo en este instante el salvaje abandona su condición de salvaje y se convierte en puro, pero justo después de salir de la Iglesia, cada domingo, vuelve a entrar en contacto con la corrupción del entorno, que no es otro sino el mundo. El español-salvaje cae inmediatamente en el pecado. Incapaz de llevar una vida moral –en un sentido kantiano-, se le concede el salvoconducto de la hipocresía, de la doble moral, con la ventaja de poder confesarse al fin de semana siguiente. Lo que unos ojos expertos llamarían sin lugar a duda proceso de corrupción moral de una nación, la iglesia lo ha denominado “evangelización”, que históricamente y dadas las circunstancias y los intereses materiales de la propia institución eclesiástica ha ido cobrando la forma de una eterna evangelización que no acabará nunca, y que por tanto se ha asegurado de esta manera su permanencia eterna sobre suelo nacional. Este doble juego de la iglesia explica la paradoja que sienten muchos aficionados de la historia cuando se acercan a un periodo como el del franquismo. Les choca encontrarse con una realidad tan moralizante con cuestiones, por ejemplo, como el sexo, que a su vez es una realidad obsesionada con el sexo y las mujeres hasta el punto de tolerar y hasta fomentar la infidelidad y el abuso de la mujer. Muchos han visto en este fomento de la infidelidad del varón español una estrategia de las instituciones para que los españoles dispusieran de una vía de escape y así evitar que la represión religiosa acabara en explosión popular. Sin duda habrá tenido estos efectos, pero no son buscados. La auténtica explicación de esa dualidad se encuentra en la necesidad de mantener un juego de imágenes y representaciones que combina la disposición para el bien, y por tanto la posibilidad de la salvación, con una imagen distorsionada, deformada, del monstruo que el español lleva dentro, ese monstruo tan monstruoso que ni él puede hacerse cargo de su domesticación, debiendo dejar el trabajo en manos de instituciones preparadas.

La relación política en España ha actuado de forma idéntica. Esta relación de dominio directo está tan presente en nuestra política que incluso puede descubrirse al salvaje parricida y fraticida en el mito fundacional del sistema actual. Tan inestable como todos los otros, ha colocado en su seno a la España negra, a esa España que deja de ser una nación, un país que debe arropar a sus habitantes, una comunidad de iguales –no sólo jurídicamente, sino realmente- para convertirse en un páramo hostil, en una especie de desierto por el que vaga un ser primitivo, desarraigado, que corre frenético a buscarse la vida mientras sobre su cabeza pende eternamente la espada de Damocles, que no es otra cosa sino la acción de dioses infinitos, instalados en un cielo inaccesible, que juegan alegremente al juego de las dos manos: con una le exigen un comportamiento civilizado y correcto, y con la otra lo sacian de vicios y lo corrompen. A los años del alcoholismo siguieron los de la drogadicción. Es significativa una escena de Nacional III en el que el Marqués de Leguineche soborna al siervo –Luís Ciges- para que se divorcie de su esposa ya que ésta se quiere casar con el marqués. Este primer soborno es encargo de la esposa, Chus Lampreave, que es una trepa capaz de todo con tal de formar parte de la nobleza. Y una vez hecho esto, el marqués, le paga una segunda cantidad para que no lo haga, para que traicione el soborno de su mujer y acceda al suyo, pues no quiere casarse. El marqués logra su chanchullo y corrompe al siervo. No eran diferentes aquellas tres criadas de Ana y los lobos de Carlos Saura, que a pesar de ser las sirvientas ocupaban un preciso lugar en la comedia sobre la nación. La España de la transición se justifica en último término sobre el mito del español salvaje capaz de matar, no por malo, sino por enfermo, por loco, por salvaje.

El enemigo de España nunca ha sido externo. Un gran enemigo a las puertas y un país lanzado en una guerra sangrienta contra dicho enemigo habría supuesto, quizá, el nacimiento de una nación. Nuestras autoridades jamás han permitido que suceda tal cosa, y han preferido mantener la imagen de los enemigos externos sólo de puertas para adentro, como propaganda, mientras ellas se encargaban de las relaciones con él. Hoy día ya no es un secreto que el régimen franquista negociaba con la Unión Soviética y con Méjico mientras a los españoles se les ponía la cabeza loca con los peligros que suponía cualquier contacto con lo soviético o lo mejicano. Lo mismo sucede con Venezuela, sobre la que se proyecta un odio que varía en intensidad de semana en semana. En España el enemigo real para los gobernantes ha sido interno y lo ha encarnado una sucesión de insurrectos a los que se les ha aplicado el concepto de turno. Si bien nuestros gobernantes siempre han buscado su justificación en los modelos extranjeros legítimos, transformándolos a la típical ispanish –es decir, escondiendo detrás de su fachada las verdaderas y rancias relaciones históricas de dominio-, a sus enemigos internos les ha aplicado el concepto negativo que representaba un peligro para dichos sistemas legítimos. Tal es el juego de imágenes y representaciones que hay que desentrañar eficazmente para no caer en errores a la hora de lanzar una crítica efectiva al Estado. No cabe permitir que sus insurrectos sean tachados de antidemócratas cuando en España no se desarrolla una democracia. Pero por lo mismo, no cabe verter críticas sobre el estado español llamándolo liberal en lo económico y político, y ni mucho menos conservador en lo social. Nuestro estado nunca ha sido moralista. Impone modelos conservadores de conducta mientras que por lo bajo se encarga de corromper a la sociedad, asegurándose así, en lo sucesivo, su labor redentora.

En tiempos de crisis económica, que comienza a extenderse visiblemente a la política y amenaza con volverse crisis institucional, el pueblo salvaje de la España negra vuelve a convertirse en el centro del discurso configurador de la sociedad. Igual que en otras épocas era el púlpito de la Iglesia el medio más efectivo para difundir la propaganda del Estado, que en España no consiste sino en la continua criminalización del pueblo, ahora el medio por antonomasia es la televisión. Allí, en esa pantalla, el español obtiene la representación de sí mismo que necesita, y ésta, en vez de mostrar modelos positivos de conducta capaces de configurar positivamente la sociedad, prefiere darse al doble juego típicamente español. Pasa en pocos minutos, gracias a la rápida sucesión de programas, del discurso moralizante a contenidos de un gran machismo encubierto o de un afán por todo lo material y desprecio de todos los principios éticos, no sin descender de tanto en tanto al abismo de los infiernos populares para mostrar la imagen grotesca del pueblo llano. En el último anuncio de loterías del Estado el reclamo publicitario era, textualmente, dejar de trabajar, o sea vivir de las rentas, un ejemplo de cómo la oligarquía española imprime su corrupción en el resto de la población. Otro ejemplo claro es el programa de Cuatro, Callejeros. Si se analiza el contenido de este programa de televisión se descubrirá que no cumple ninguna función social ni aporta nada positivo. Es puro morbo, pero con algo más. Quizá por una intención explícita, o quizá por caer inconscientemente en la dinámica histórica propia de país, el programa cumple su función de delimitar claramente dos mundos: el de la gente correcta, representada por el mismo individuo que realiza la entrevista y que rebaja su tono formal y erudito, mostrándose amigable y llano, para poder contactar pacíficamente con el pueblo, y la imagen del pueblo en sí, un pueblo drogado, salvaje, sin remedio, por el cual hay que sentir lástima pero con el que, desde luego, por su grado de corrupción endémica, no se puede contar para nada, y menos para entrar a formar parte de la vida social y política del país. Si los reporteros de Callejeros descienden al pueblo en son de paz, es porque se adentran en terreno hostil.

Pero Antena 3 televisión se lleva la palma. Programas como Curso del 63 ponen de manifiesto la continua campaña de demonización de los adolescentes españoles, a la vez que adolece de una falta total de moralidad al hacer apología de las técnicas de educación franquistas sólo como medio para el espectáculo. Esta cadena no sólo juega y tergiversa una idea sobre la educación que ya había pasado a formar parte de la tradición –la condena a los medios represivos de educación tan común en España y de la que ya Galdós dejó constancia en Tormento, que han expresado, dentro de la escuela, esa misma relación de verticalidad representada por toda una mentalidad- sino que se encarga sistemáticamente de mostrar, de continuo, los peligros a los que está sometido el español de bien con una legislación tan débil.

Mientras que nuestras instituciones son santas y no cabe sobre ellas más crítica que aquella que se hace desde el respeto democrático, el pueblo español es continuamente mostrado en su aspecto más terrible y despiadado. Rubalcaba ha llegado a decir que el Gobierno no ha mentido jamás, lo cual no sólo es, cuando se aplica a la política, una mentira por definición, sino que es la peor, pues muestra una absoluta falta de respeto por la inteligencia del personal. Nadie critica una institución como la Corona, habiendo convertido todos los profesionales de la información en los nuevos cortesanos. Y la máxima tertulia política es aquella que se elabora sobre la base de la medida pantomima de posición-oposición que llevan acabo los dos partidos. Pero el español medio, el anónimo, el del pueblo televisado, se mata en la carretera porque conduce borracho, porque es imprudente, porque se droga. No tiene dinero porque es un derrochador. Si en España se mueve la droga no es por culpa de los auténticos capos de la mafia, sino porque los jóvenes son unos viciosos incontrolados que deben despertar el recelo y las sospechas de sus padres, instalando así la intriga en el interior de los hogares. Y todo esto es coronado con el relato de sucesos de crímenes brutales cometidos por aquella gente humilde que, en boca de sus vecinos, parecían tan normales. Cierto que en todas las sociedades se cometen crímenes y violaciones, pero es aquí donde estos sucesos se convierten en noticia de primera página, llenan espacios televisivos durante semanas y son relatados en el tono patético y condenatorio que prepara el camino para el doble juego: mostrar carnaza, mostrar la peor parte del ser humano, sin más límite que impedir que tal imagen llegue a tocar a la alta sociedad. Tales fenómenos sociales de depravación del pueblo se convierten en promesas políticas de mayor control. La imagen de la pobre víctima es retransmitida hasta la saciedad para obligar a pensar la acción política y judicial en términos viscerales.

El pueblo mediatizado ya no es el de la transición, que quería libertad. Ahora exige seguridad, dada la terrible imagen que tiene de sí. De tanto en tanto, en medios cercanos a la derecha, publican estadísticas que indican la preferencia de los españoles por la seguridad que por la libertad, lo cual es interpretado a su vez por las autoridades como el beneplácito para contratar más policías y colocar más cámaras de vigilancia. Otra vez, el pueblo es el malo, es el salvaje al que hay que mantener vigilado. Se reproduce otra vez la tiránica relación hobbesiana que convierte al español en un lobo para el español, imagen continuamente difundida en los medios. La dinámica schmittiana de la configuración de una nación con respecto al enemigo externo que define un “nosotros” y una frontera común, se lleva a cabo en el seno mismo de nuestra sociedad y se tropieza con fronteras internas. El miedo del ciudadano se extiende y permite la presencia tan significativa de un “sereno”, y más y más patrullas de policía que convierte una sociedad en una ciudad en estado de excepción. Un miedo estúpido e insólito, ya que cualquiera puede ser el criminal, hasta uno mismo. El pueblo es otra vez aquel pueblo que mostrara Pilar Miró en su fantástica película El crimen de Cuenca. ¿O es que no recuerdan las imágenes y el tratamiento del caso Marta del Castillo, del pueblo en la puerta de los juzgados abucheando a los culpables, como salvajes todos, mientras son escoltados por la autoridad competente los supuestos culpables, a esa otra reconstrucción de los hechos del crimen de cuenca mostrados en la película? En la cadena de televisión 7 popular, de la región de Murcia, en un programa con Irma Soriano, con relación al caso Marta del Castillo, se hablaba seriamente de la necesidad de recuperar algunas leyes antiguas –franquistas- gracias a las cuales se puede condenar a alguien de asesinato aunque no aparezca el cadáver asesinado. Incluso se llegó a elogiar la ley de vagos y maleantes. En el programa se dijo claramente: el problema de las leyes actuales es que son tan permisivas y blandas que no dejan meter a los culpables en la cárcel. Es decir, que para aquellos tertulianos los sospechosos ya eran culpables, incluso antes de un veredicto judicial.