viernes, 31 de octubre de 2008

Zonas de indistinción entre teoría y práxis cognitivista II.

La "crisis" en el sistema.



EN el anterior artículo he intentado demostrar cuál es el sentido del tiempo que es preciso crear y monopolizar según la dinámica interna del "sistema", en cuyo seno encontramos dos categorías que le son imprescindibles: "función" y "subsistencia". Desde ahí, descubríamos que en la "acción exitosa", repetida no en una cadena casual lineal, sino en una red de relaciones sociales, infinitamente, el ser social se jugaba su propio ser, reactualizándose a cada instante con vistas a una subsistencia que ya no se sitúa en un futuro próximo, sino que se liga, siendo intrínseca más bien, al éxito de dicha accción.

La potencia del sistema: el holismo de las acciónes, la disolución de su significado intrínseco y con él el del sujeto que las realiza -y con éĺ toda responsabilidad- estribaba, decíamos, en su impersonalidad y en el hecho de estar filtrado, no ubicado, no centrlaizado. La globalzación del sistema capitalista (o neocapitalismo) como resulta de la caída de la Unión Soviética explica explica esta progresiva descentralización e invasión del sistema, donde ya es casi imposible encontrar un afuera en el que situarse para poder juzgarlo. Ese Dios omnipresente al que hacía alusión en el anterior artículo. Por otra parte, y quizá hasta más significativo que la propia expansión de las formas de producción capitalista, pero realmente interno a la misma, es la cada vez más intensa burocratización de la sociedad. Sólo al amparo de este invento necesario para el despligue del capital pueden entenderse las teorías filosóficas que han hecho del holismo del significado el centro de su doctrina. Que se le hiciera notar con anterioridad a las mismas no desmiente esta tesis, igual que Sócrates, Aristóteles y Descartes, hablaban del lenguaje y no por ello nos privamos de fijar con concreción, un giro lingüístico en la filosofía contemporánea Pero la descentralización progresiva del capital (lo cual está generando crisis de carácter global) quizá encuentra su máxima expresión filosófica en las teorías del sentido que elaboran autores como Deleuze. Éste llega a comparar el flujo de cuántos con el flujo-dinero de la sociedad capitaista, nueva reinversión y crecimiento que lo convierte en eterno neocapitalismo. Pero lo más importante es su concepción de un sentido dado en una trama de relaciones no lineales, sino difuminadas en una red, no ya como símbolos fijos cuya marca material se identificara con el sentido y remitiera a otro sentido distinto de aquel, sino como un eterno desplazamiento del sentido entendido como fuerza. Holismo y descentralización -iniciada ya con Wittgenstein o Slick en su ejemplo del Diccionario, que también retoma Derrida, pero llevado hora hasta sus últimas consecuencias en el intento de hacer saltar por los aires la "estructura" en pro del movimiento azaroso- que encuentra su máxima representación social en la nueva burocracia informatizada y en el neoliberalismo económico.

De la imposibilidad de hablar de disfunción o función por la subsistencia exitosa de facto, se deducía que toda acción -incluso revolucionaria- estaba abocada a la perpetuidad del sistema. Ante semejante Dios -no demiúrgico- el ser humano siente la plena impoencia. Pero esto ya lo había visto Max Weber al hablar, precisamente, del proceso de burocratización de las sociedades capitalistas, proceso, decía, también inherente y por tanto necesario a su expansión. Ya antes de Max Weber, Kafka había hecho notar, a través de Josef K. en la novela El proceso, cómo se sentía un sujeto encerrado en el ciego mecanismo de la burocracia, remitido de un lugar a otro, sin hallar jamás el principio ni el final, pues no existen o se sitúan, como hizo ver Orson Welles en su película The Trial, a extramuros de la ciudad, donde el personaje de Josef K. puede ser muerto de cualquier modo al situarse fuera de toda jurisdicción. Milan Kundera nos habla, en un artículo dedicado al problema de la burocracia, de cómo ésta nos puede introducir, a través del error, en aventuras que, en realidad, no son tal cosa, pues fuerzan al individuo a un movimiento eterno que él no desea, por el que es empujado ciegamente, tropezándose siempre con funcionarios no entendidos ya como grises trabajadores del Estado moderno, sino como epleados de empresas privadas que realizan tareas burocráticas, parciales, según la ética de la convicción weberiana.

Pero había una impotencia del sistema, y estaba presupuesta en la imposibilidad de determinar una graduación en la subsistencia, en no poder establecer jerarquías entre el ser y el no ser. Hablar de potencia de ser, decíamos, quedaba para la supervivencia tal y como la había definido Elias Canetti, pero en modo alguno podía derivarse una escala de la noción de subsistencia, en tanto que aquello opuesto al ser y su simple subsistencia, es, directamente, lo que no es.

No es de extrañar que, estando estas nociones directamente relacionadas por la progresiva expansión del neocapitalismo a nivel global, lo que se esconda detrás sea una concepción utilitaria del bien. El ser, que es el bien sumo, lo que el sistema persigue como su máxima realización continua, su perpetua actualización partiendo siempre del no ser, de la posibilidad de no ser ya, es subsistencia. Lo que está destrás, pues, es el utilitarismo y la sociedad de consumo tal como la vio Hannah Arendt.

Este es el tiempo posiblemente apocalíptico, un perpetuo estado de inestabilidad, un tiempo que es, en realidad: "acontecimiento" de ser, y que presupone, en su despligue continuo hacia sí mismo no como crecimiento sino como subsistencia, el no ser como su condición de posibilidad. Hasta aquí, esta inaudita mezcla de lo analítico con lo continental, el pragmatismo y utilitarismo donde el ser como acontecimiento de ser -subistencia, emergencia de lo mismo biológico, eterna repetición de lo mismo- se nutre de una concepción metafísica del tiempo que ha intentado romper, y oponerse, a la tradición anglosajona. La diferencia estriba en que para el postestructuralismo francés la repetición, como producción, no es la vuelta de lo mismo (idéntico a sí mismo) sino la vuelta de la diferencia entendida como producción, esto es, no subsistencia sino crecimiento. No obstante, independientemente de que la vuelta de la diferencia no implique quizá el crecimiento -esto quedaría para otra reflexión-, en cualquier caso se trata de algo que borra el pasado y hasta el futuro, algo que emerge, que acontece, un tiempo posible, una vuelta continua de ese tiempo caracterizado por ser acontecimiento de sí y por presuponer, a su base y como condición de su ser, el no ser, el nihil, la nada o, no ya la muerte del sujeto, sino de todo el sistema social.

No es casualidad, por tanto, que en las sociedades industriales finalmente la forma de "obligar" al sistema haya sido la Huelga General, que la política -supuestamente mediadora- inclinada siempre al incremento de capital, intenta administrar y monopolizar a toda costa. Una Huelga de este tipo no es disfunción, sino no-función. Esto demuestra el carácter positivo que la disfunción ejerce con relación, no a una porción, sino al conjunto. La Huelga no es disfuncional porque no hay acciones de ningún tipo, produciendo, por tanto, la suspensión total del sistema, su suspenso o puesta entre paréntesis, y la Huelga, este paréntesis (sólo concibiéndola como paréntesis sobrevive el sistema, pues implica una posterior continuidad), viene motivada por una exigencia de justicia. Para líneas más abajo, quedémonos con cómo la sociedad sistémica y funcional de tiempo apocalíptico no puede integrar la Huelga General -no por mucho tiempo- precisamente por su carácter de suspensión temporal del sistema, y cómo sólo la integra, por otro lado, como suspensión transitoria. Y quedémonos, también, con que la Huelga explicita una exigencia de justicia.

La "crisis" interna del sistema muestra a las claras cuál es su punto débil y, a la vez, su punto fuerte, pues es cierto que la impotencia juega siempre a su favor -entendida ésta como el sometimiento resignado a sus directrices anónimas e irresistibles-, pero su debilidad en el tiempo apocalíptico juega, ahora de forma estratégicamente dirigida, también en pro de su desenvolvimiento. El problema con el que se enfrenta una crisis profunda es el posible colapso del sistema. Colapso quiere decir que, a diferencia de la Huelga transitoria -que puede prolongarse más o menos, pero que presupone su acabamiento y a veces incluso en circunstancias más favorables para el sistema que las anteriores, pues reabsorbe, a la larga, los logros en contra del sistema para convertirlos a su favor- el sistema se hunde. En la posibilidad de su hundimiento definitivo, se rompe por momentos la ilusión de la impersonalidad de los engranajes del sistema. Estos cobran forma humana y por tanto surge un dirigismo consciente de acciones que, ahora sí, hay que entender como externas al sistema, como aquéllas manos concretas, visibles, conscientes, que han de volver a dirigirlo. Ahora bien, si en este instante se descubre la ilusión de la impersonalidad, tal ilusión no es fácil de ver precisamente por el peligro de la disolución del sistema, con el cual todos nos sentimos identificados en tanto que subsistentes. Una vez que mi vida se ha puesto en relación con el sistema, y el sistema se ha definido como subsistencia, mi vida, mi ser, se pone en juego con el ser del sistema. La posibilidad abierta en la "crisis" como acontecimiento, esta vez no del ser, sino del no-ser, como emergencia súbita de lo que antes sólo estaba presupuesto y era condición de posibilidad, es la posibilidad abierta de que nadie sea ya, de que todos seamos tragados por ella. El terror que esto suscita no deja ver a las claras cuáles son las trampas del discurso político -ahora dirigista- ni cómo funcionan. El terror a no ser hace incluso que la izquierda más respetable, aunque con ciertas condiciones, se incline a favor de la subsistencia, del ser del sistema.

La crisis financiera global emerge cuando el sistema capitalista se colapsa, pero vemos cómo, en realidad, este tiempo apocalíptico, esta irrupción del nihil, no es en realidad algo ajeno a su despliegue normal, cotidiano. Lo único que se hace posible es lo que estaba implícito en cada acción exitosa -la posibilidad del fracaso- en cada emergencia del tiempo triunfante capaz de hacer subsistir al sistema.

Apocalipsis, realmente, no significa final absoluto. En los textos bíblicos implica la segunda venida de Jesucristo, esto es, el final de una era y el principio de otra. Una inteligencia natural en el ser humano, y su propia experiencia histórica, le han enseñado que un final definitivo nunca es realizable, que se trata solamente de un final estructural, el final de los tiempos, en tanto que, como ya hemos visto, es la estructura misma, su dinámica interna, la forma de su despligue, la que define la forma temporal. Y un final estructural marca siempre el inicio de otra cosa, por lo cual se convierte en el acontecimiento decisivo donde los historiadores de todas las épocas sitúan el corte, esto es, el lugar de interrupción -metódica- del tiempo. El historiador, como juez que es, irrumpe en el tiempo igual que la justicia, como veremos líneas abajo.

Pero lo que hace aparecer la "crisis" como apocalipsis del tiempo en sentido absoluto, es la identificación de sistema y subsistencia. Lo que se extermina es la vida, y la vida, aquí, se entiende como soporte de toda accón, como base de todo lo humano. Y en una sociedad antropocéntrica, el final de lo humano es el final de la Historia, de la Tierra y hasta del Universo.

Este tiempo apocalíptico absoluto explica que debamos, en último término, dejarnos arrastrar por su dinámica. Cuando un socorrista saca un cuerpo ahogado de la playa, no es tiempo, ¡no hay tiempo!, para iniciar un debate ético acerca de su reanimación. Quizá éste venga después, cuando el sujeto o a muerto o ha logrado sobrevivir, pero, en el momento, lo que cuenta antes que toda consideración es reanimarlo, sacarlo de su estado de posible inexistencia para traerlo de nuevo a la vida segura.

La política de M. Foucault, H. Arendt o G. Agamben han ilustrado las causas que han hecho evolucionar a la sociedad hacia una biopolítica. Bien porque desaparece la figura del soberano -dador de vida y de muerte- bien por la irrupción del animal laborans en el espacio público, bien por la fractura entre derechos del hombre y del ciudadano, todas coinciden en situar la "vida" -orgánica- como justificación y objeto del poder existente. De ahí que la política, en una situación de crisis, se convierta en el experto médico que, intencionalmente, actúa sobre el sistema como sobre el ahogado de la playa.

La justicia es lo opuesto a esa dinámica. El debate social de trasfondo ético con relación a las medidas adoptadas por la política para la reanimación del sistema trae explícito una exigencia de justicia. No se trata de discutir su utilidad técnica, sino su viabilidad ética con relación, entonces, no ya a unos instrumentos u otros, sino a unas valores y principios universalmente reconocidos y revalidados de facto en tanto que suscitan tal debate. Pero toda exigencia de justicia abierta por semejante debate implicaría un veredicto final. Y para que éste se produjera han de darse varias circunstancias contrarias a la reanimación del posible cadáver. Pero no se trata de la elección de esos principios universales, pues, como ya he dicho, están decididos justo en el instante en que surge la propia exigencia de justicia, es decir, es inherente a ella, pues no hay "justica" en general sin que la promueva una exigencia de justicia concreta sobre los hechos concretos, es decir, no hay valoración universal del tipo "esto no está bien" sin un "esto" efectivo, concreto, capaz de universalizarse en una proposición ética.

No es la elección de los principios, repito. Se trata de aquello que precisamente caracteriza a la justicia como virtuosa: la prudencia y la imparcialidad. Prudencia a la hora de examinar los hechos y las circunstancias en las que están envueltos con relación a las leyes, que son puestas, a su vez, a la luz de esos principios éticos basados precisamente en la estrucutra orignaria del sistema, e imparcialidad como lo opuesto a una política que se inclina a favorecer a los elementos del sistema que además de poner en peligro la propia subsistencia, con ello, pueden incurrir en una injusticia.

Pero lo que encontramos aquí son dos concepciones opuestas del tiempo. El sistema requiere la decisión y la acción exitosa, absolutamente instrumentales, que se aplican a la urgente subsistencia, y la justicia es ese paréntesis tan similiar al que realiza el historiador en tanto que ha de partir, dividir, diseccionar para discernir con claridad las partes en litigio. Necesita, pues, un tiempo que no es ni lento ni rápido, sino inherente a la investigación, necesario con relación a un veredicto justo. Es, en realidad, una suspensión del tiempo social -no se sabe si transitorio para el sistema herido de muerte, pues el veredicto podría terminar de sentenciarlo- generado por la propia estructura del sistema, contrapuesto a la estructura del sistema justicia, que organiza su tiempo con relación a los fines que persigue. En definitiva -esto lo ha visto Levinás mejor que nadie, pero también autores como Walter Benjamin- la justicia es la irrupción en el tiempo de los hombres -el del sistema- la detención del progreso, de la sociedad, de absolutamente todo.

De ahí se deduce, pues, que en momentos de máxima alerta, de crisis, de apocalipsis absoluto, de muerte, de posibilidad de no ser, la justicia sobre los métodos a emplear -que no los instrumentos técnicos- y aún sobre las causas de ese colapso sistémico, sea algo totalmente aplazable. Y de ahí, también, que la elección sólo sea de instrumentos técnicos y recaiga exclusivamente sobre una política volcada, no a la justicia, sino a aquéllo que caracteriza en este caso el sistema, el capital. Sea cual sea la solución, el debate sobre la justicia se dejará para después, para cuando, el enfermo, por fin, sane, para cuando salga de la crisis.

¿Quiere esto decir que, en tiempos de crisis del sistema, el discurso sobre la justicia brilla por su ausencia? En realidad no. Más bien diríamos que brilla por su debilidad e impotencia. La dicotomía entre la que se mueve el pensamiento de izquierdas (imparcialidad de la justicia-utilidad social) da cuenta, a su vez, de este sentimiento de impotencia ante el sistema inducido por su identificación con la subsistencia.y su discurso correlativo de apocalipsis absoluto. En realidad se reconoce abiertamente que las acciones instrumentales emprendidas no son justas, pero, de otra parte, el pensador, preso del pragmatismo que lleva en su base el sistema, educado en dicho pragmatismo, adopta una aptitud racional y se inclina a favor de la reanimación del cuerpo social. En este sentido, se confunde la racionalidad con la utilidad. A su vez, este discurso pragmatista es el aceptado en una sociedad de pensamiento monolítico, uniforme, por lo que dicho pensador no reúne el valor suficiente como para posicionarse en contra de dicho discurso al exigir justicia, pues esto supone posicionarse en contra de toda la sociedad, de unas doctrinas absolutamente dogmáticas que arraigan en el interés exclusivamente privado del neocapitalismo y el sistema financiero global que lo respalda.