viernes, 27 de marzo de 2009

Video Barcelona Stop Bolonia (26 de Marzo 2009)


Manifestació multitudinaria contra la repressió estudiantil i el Pla Bolonya from Oriol Sabata on Vimeo.

En la base de la estrategia revisionista hay un sofismo que se combate con Historia y Teoría



En la foto: Pio Moa, César Vidal, Losantos y, en general, la plana mayor del revisionismo y negacionismo




Por qué una teoría de la Historia multidisciplinar:

Aunque la izquierda oficial no lo considere un asunto urgente, la amplia difusión que está teniendo la literatura revisionista obliga a repensar nuestra relación con el pasado. Porque lo que está en juego esta vez es la memoria histórica, la memoria de las víctimas. Toda forma de ultraderecha procede así: primero instrumentaliza a las víctimas para que jueguen a su favor, y cuando le pesan demasiado, procede a su olvido, a su aniquilación mediante la tergiversación de su significado histórico.

Lógicamente no me refiero a la ley promulgada por el actual Gobierno, que no ha sabido o no ha querido llevar hasta sus últimas consecuencias un camino que, tarde o temprano, debe distanciarnos definitivamente de un régimen totalitario y golpista, sino de la auténtica memoria histórica, aquella que pertenece a una colectividad, y que hace surgir inmediatamente en el pensamiento de cada ciudadano la imagen de los tiranos y de la represión cuando se pronuncia la palabra franquismo. Es este un saber popular sedimentado, efectivo a la hora de crear perfiles reflexivos y tolerantes imprescindibles para la convivencia pacífica de individuos libres, que corre peligro de perderse bajo la astuta pluma de aquellos que se dicen historiadores cuando, lo único que hacen es, maliciosamente, legitimar a los tiranos muertos para deslegitimar a los políticos vivos.

No lo dicen con la boca grande, pero sí con la pequeña, continuamente, haciendo que en los medios retumben ideas como que el advenimiento de un régimen golpista fue un proceso necesario al que condujo, verdaderamente, una II República ineficaz y beligerante y un Frente Popular cuyos efectos evalúan, no con relación a la legitimidad conseguida de facto en las urnas, sino por su inclinación revolucionaria.

Para enfrentarse al revisionismo del tipo Pío Moa o César Vidal es imprescindible saber qué se tiene entre manos, analizarlo, saber desde qué frentes historiográficos se está planteado la batalla a la memoria histórica y ofrecer así, desde este conocimiento, estrategias intelectuales efectivas. De momento, una cosa es cierta: muchos intelectuales han reusado dar una réplica a una historiografía tan burda y tergiversada por preferencias personales. Esta actitud debería ser replanteada. La labor de los historiadores es crucial aquí. Es cierto, como ahora se verá, que la estrategia no se puede plantear sólo desde la datología. El documento es importante, pero hay que avanzar hacia una historia multidisciplinar capaz de ordenar el ingente archivo documental sobre la II República y la represión franquista. Pero, así y con todo, los historiadores serios tienen el deber de plantar cara a este conjunto de pseudo-historiadores que de algún modo legitiman la represión y se sirven de un estado de Derecho y una libertad de expresión para difundir la apología de regímenes en los cuales habría sido imposible darles una réplica como esta que ahora escribo, pues ello habría supuesto el encarcelamiento, el exilio o incluso algo peor.

Por ejemplo, Jiménez Losantos y César Vidal amenazan con poner un libro-manual de historia de España en cada mesita de noche. La plana mayor del pensamiento más reaccionario se dio cita con motivo de la presentación de este libro bajo la tutela de Esperanza Aguirre. Si los historiadores serios no hacen nada al respecto, si no se ponen a trabajar en serio en construir una historia de España objetiva accesible no sólo a eruditos, sino a adolescentes, las mentes del futuro serán forjadas desde la ultraderecha, la cual, tarde o temprano, se presentará como portadora de esas esencias que los futuros votantes habrán aprendido a valorar en libros de historia editados por los medios de comunicación de la ultraderecha.

Sin embargo, como avanzaba, la estrategia ha de ser multidisciplinar. La batalla intelectual se está planteando desde el dato. Éste, además, comienza a adquirir un cierto matiz subjetivista. No hay una clara diferenciación entre la objetividad del dato y su significado. Si nos dejáramos guiar en estas cuestiones por los revisionistas, tendríamos, incluso, que acabar reconociendo que ni siquiera la veracidad del dato no implica que el franquismo fuera un régimen represivo, si relativizamos qué significa eso de ser represivo. También depende de con qué lo comparemos. Porque uno de los elementos -hay más, como veremos- que hacen fuerte al revisionismo es una ambigüedad de base: de una parte, los sectores más duros de la ultraderecha no han dudado jamás en criticar el relativismo moral de Occidente en general. Esta idea del relativismo, por oposición al fundamentalismo, está presente en toda la obra de Aznar Cartas a un joven español. De otra, cualquier análisis científico y rigurosos de la historia cuyo resultado no les conviene, es revisado desde un relativismo total. Un primer paso es comprender que el recurso a valores de la ultraderecha es absolutamente circunstancial: Si hay que criticar el relativismo moral, se critica desde un valor supremo democráticamente reconocido, como el valor de la vida. Pero si hay que aferrarse a dicho relativismo para destruir la tesis de prestigiosos historiadores, lo harán.

Los pseudo-intelectuales de la ultraderecha son capaces de las más extravagantes piruetas: pueden exigir la prohibición del aborto, de hecho, amparándose en la inviolabilidad de los derechos individuales de las personas y las mujeres. Pueden acometer las más descaradas censuras amparándose en la democracia y la libertad de expresión. Esto es lo que hace que una discusión frente a frente sea sumamente resbaladiza. Pero hay que saber qué se tiene entre manos para adoptar una estrategia. Primero: los teóricos de la ultraderecha no es que carezcan de valores, pero son, a nivel social, vergonzosos. De momento sus ocultas adhesiones al franquismo, al racismo, al machismo o al militarismo más beligerante no pueden salir a la luz pública sin escandalizar a más de uno. Hay varios factores implicados aquí: estas adhesiones están a la base. Además, han de permanecer ocultas a la opinión pública (de momento, pues quizá en adelante tengan auditorio), pero, a su vez, han de configurar la realidad, y lo hacen, por ejemplo en el caso de su negativa al matrimonio gay, basándose en cuestiones etimológicas o diciendo defender los derechos de las familias tradicionales, es decir, disfrazándose de demócratas progresistas.

Esto es lo que hace del discurso de la ultraderecha un sofisma. No puede ser abierto, claro y sincero, pues mostraría los monstruos que están a su base. Ha de persuadir y disuadir, pero sin mostrar cuáles son sus auténticos objetivos y valores de fondo. No busca la verdad, sino la verosimilitud. Y la verdad, continuamente, es puesta en duda desde un relativismo sin fundamento, dogmático, que relativiza no los datos con relación a otros nuevos datos, sino en función de la ya manida máxima de que Todo es relativo, nada es absoluto, máxima a la que no dudan en acudir los promulgadores de valores absolutos cuando carecen ya de argumentos con que defender sus débiles teorías, justificando a su vez, así, su inverosímil adhesión a la democracia.

Para enfrentarse al discurso histórico de ultraderecha hay que tener en cuenta, además del sofisma, el recurso palmario a logros sociales que han venido de la mano de la izquierda más comprometida con los derechos humanos y más crítica contra los abusos del poder. ¿Cómo pueden los elementos de un discurso típicamente de izquierdas servir a la estrategia de la ultraderecha? Verdaderamente, la flexibilidad no es del discurso en sí de esta derecha en particular, sino de la estructura del discurso sofista en general. Éste sólo entiende los contenidos como recursos apropiados o inapropiados para defender la causa tal o cual. La verdad, su verdad, ya está prefigurada. No hay descubrimiento. Todo está descubierto y lo demás sirve o estorba a su demostración. Lo importante no es descubrir una verdad, sino demostrar una tesis evidenciando u ocultando datos, según. Pongo varios ejemplos: Si la tesis historiográfica de un revisionista escandaliza hasta el extremo de exigir moderación, automáticamente la izquierda que la exige es tildada de intolerante, beligerante, inflexible, absolutista y totalitaria, esto es, es tildada de todas aquellas patologías sociales que ella misma se ha encargado de examinar y escrutar minuciosamente con vistas a impedir su resurgimiento. Veremos el día en que la ultraderecha llame fascista a la izquierda.

Si todos estos elementos eran estudiados para conocer las circunstancias precisas que podían favorecer la emergencia del fascismo (intolerancia, pensamiento único...) y así evitarlo en un futuro, ahora son continuamente arrojados desde la ultraderecha para silenciar cualquier posicionamiento desde la izquierda. Dicho posicionamiento, si es contundente, será llamado intolerante. A este respecto, la palabra de moda que resuena una y otra vez en los medios revisionistas es “chequista”. El discurso de la izquierda es así prostituido en boca de la derecha, y todas estas contradicciones no pueden sino, a la larga, desprestigiarlo. Por eso, la estrategia consiste también en no dejarse amedrentar con el falso humanitarismo en que se ampara esta ultraderecha. Debajo de su piel de cordero, compuesta por corrientes ideológicas que confunden al personal (neoconservadores, revisionistas, liberal conservadores...) no se esconde sino la misma clase política y social incalificable que proviene del franquismo. Se necesitan juicios de valor con fuerza suficiente como para alzarse sobre estos débiles argumentos que sólo ganan fuerza gracias a que disponen de efectivos medios técnicos para su gran difusión, no por su rigor histórico.

Los muertos:

Otro problema, y este ya nos acerca a la interpretación de la Guerra Civil española, es el de los muertos. Ha sido el pensamiento comprometido con los derechos humanos y la libertad el que ha decidido, frente a las terribles consecuencias de la Segunda Guerra Mundial, no contabilizar los muertos por su color, raza o adhesión política. Con el respeto incondicional a las víctimas, los muertos no debían servir para justificar ninguna causa, aunque ésta fuera un próximo y posible estado de mayor bienestar social, de justicia o de libertad política. Este argumento en contra de la instrumentalización de los muertos ha sido absorbido por la ultraderecha, quien, por otra parte, siempre ha operado produciendo distinciones en el seno de la sociedad, sobre todo en España. A ella más que a nadie le ha interesado dar a los muertos un revestimiento metafísico, pero ahora que le interesa, cuenta igual los muertos tanto de un lado como de otro. En realidad, una vez desnudados los muertos de su significación social y política, pueden entrar en el debate acerca de qué bando fue peor con relación al número de muertos que causó y a las circunstancias más o menos inhumanas.

Esta postura del muerto igual debe ser abandonada por un pensamiento científico que quiera tomarse en serio la realidad del problema. Y es con relación a este conflicto con el muerto desnudo, tal cual, sin implicación política o social, desde donde planteo la necesidad que los historiadores tienen de aliarse con teóricos de todas las disciplinas posibles para organizar los documentos dentro de un marco conceptual apropiado que desde el rigor desbanque el argumento de los revisionistas. Este marco teórico debe contener una serie de conceptos clave que, pivotando sobre la realidad social y política de los muertos, su significado no histórico, sino social concreto (lo que en aquella época significaban, y no lo que significan ahora para nosotros) saque a la luz las deficiencias de la teoría de los revisionistas. En realidad, tales deficiencias deben mostrar que, procediendo por sofismas, los revisionistas carecen por completo de una teoría de la historia, pues esta ya exige una serie de adhesiones a principios invariables y reconocidos que los sofismas, por mutables según la circunstancia, no pueden incorporar.

Se trata, en definitiva, de obtener una serie de criterios objetivos desde los cuales evaluar el periodo que va de la II República a la Guerra Civil. Así se podrán lanzar juicios de valor que minimicen los riesgos de convertirse en subjetivos. El terreno de la historia en sí es árido si no es puesto en relación con la teoría. Es, además, imposible interpretar la historia desde los simples hechos si el significado o sentido último de tales hechos ha de ser interpretado a su vez con relación a la idea prefigurada que cada cual tenga ya elaborada de la historia.

Estoy de acuerdo en que los muertos son todos iguales. Pero esto es sólo así desde un punto de vista subjetivo. Sólo es así cuando uno se ve impulsado por un humanitarismo ciego que impide ver las diferencias de facto producidas por el inocente hecho de nacer en el seno de una sociedad políticamente constituida. Por otra parte, tal humanitarismo ciego, incondicional, incapaz de diferenciar, impide la elaboración de una teoría de la historia capaz de interpretar los datos en términos mínimamente humanitarios. Por ejemplo, en un contexto sociopolítico determinado, no es justo equiparar los muertos. O sólo es justo si se trata de un juicio moral personal, pero no de un análisis histórico riguroso.

Una teoría histórica contra el revisionismo:

En este contexto, son claves los conceptos legítimo e ilegítimo. Walter Benjamin tiene un texto llamado Para una crítica de la violencia, que ya contiene los elementos más importantes para esbozar una teoría de la historia de fondo marxista. En la Historia universal la violencia está monopolizada por la legitimidad de un ordenamiento jurídico, que como tal ha recibido la sanción de una instancia externa, lejana, que podríamos llamar mítica. Desde aquí, el Estado, según lo vio también Max Weber, es definido como el control legítimo de la violencia en el interior de un territorio. La propia violencia legítima, su alcance, delimita el territorio y lo define.

Sólo sobre la base conceptual de las dos españas pueden contarse los muertos como si fueran iguales y sólo sobre esta base puede discutirse, con pretendida objetividad, sobre técnicas de ejecución y números. Sin embargo, esto no es así en absoluto, pues eso de las dos españas surge de una ilusión puesta en marcha por los mismos revisionistas. Toda esta forma de elaborar una narración histórica a partir de los datos está equivocada y quizá tiene su origen más en los mitos de reconciliación de la Transición que durante el periodo de la II República. No se pueden plantear dos españas, pues legítimamente sólo existía una. Con independencia de su configuración factual, tomada abstractamente en sus notas esenciales a todo ordenamiento jurídico, poseía la legitimidad social y política.

Por tanto, tal ordenamiento jurídico no puede (podía) incluir, pues, categorías específicas del golpe de Estado, de la violencia ilegítima ejercida sobre el ordenamiento en cuestión. Las paradojas de una Constitución son evidentes cuando se trata de la “excepcionalidad del derecho” que ella misma instituye como forma máxima de salvaguardar el propio derecho. Sin embargo, con relación a la violencia manifiesta que le es impuesta totalmente, no como delito que transgrede una ley concreta y preexistente, sino como aquella violencia que se levanta contra el destino que contiene todo ordenamiento jurídico vigente, no existe duda posible: es una violencia ilegítima y como tal queda tipificada. Veamos algunos ejemplos:

Podemos considerar una crítica interna del proceder de la República. Como ley general, ella misma contiene los criterios objetivos con los que podemos lanzar un juicio serio, documentado, sobre la legalidad o no de sus propias acciones. Por eso, con relación a un ordenamiento jurídico dado, los poderes pueden actuar legalmente. Si tales actos legales desembocan en penas de muerte, sus resultados serán considerados ejecuciones (no asesinatos). Ejecuciones, arrestos, son algunos de los nombres con que designamos las acciones legales de un Gobierno que está amparado por un ordenamiento jurídico. Si amparándose en este mismo ordenamiento, un gobierno electo o de turno emplea medios anticonstitucionales, el propio ordenamiento contiene los criterios que permiten la objetividad del juicio. Una ejecución, en tales circunstancias, pasaría a ser un asesinato. Sus actos serían crímenes. Generalmente, los Estados, incluso los democráticos, han inventado toda clase de sucias tretas para que sus crímenes parezcan legales, pero, en cualquier caso, la necesidad de recurrir a tales engaños muestra la capacidad de una Constitución para generar criterios objetivos de legitimidad en las acciones.

Nada de estos sucede con los crímenes del franquismo. Ningún ordenamiento jurídico puede incluir en sí la cláusula mediante la cual puede ser depuesto. Cuando digo que no puede, no me refiero a que no deba. Quizá debería, es cierto, pero esto es una discusión en otro plano. Ningún ordenamiento jurídico, tal como se ha venido desarrollando históricamente, ha incluido en sí la posibilidad de su derrocamiento. Eso sería tanto como anular el derecho incondicional que todo ordenamiento tiene a la autodefensa. Cuando los revisionistas legitiman un gobierno golpista, defienden sin saberlo una teoría del Estado que no admite el derecho a la defensa, interna y externa.

Por estos motivos, las técnicas empleadas por un sector rebelde, golpista, no pueden ser diferenciadas claramente. Es cierto que unas pueden parecernos más humanas que otras. Preferiríamos que las tropas de Franco, durante la sublevación, mataran rápidamente evitando la tortura, en el caso de que tuviéramos que elegir forzosamente entre ambas opciones. Pero esto es, otra vez, una cuestión subjetiva, humanitaria. En tanto que golpista e ilegítimo, el levantamiento está claramente tipificado en el ordenamiento jurídico como el mayor delito posible. Todas sus acciones, como acciones golpistas, son criminales e ilegítimas. Sobre este punto no cabe ninguna duda. Pongo un ejemplo claro considerando la actual Constitución que puede extrapolarse fácilmente al contexto de la II República y la sucesión de Gobiernos que se sucedieron al amparo de su ordenamiento: existen criterios objetivos que explican, justifican y legitiman el tránsito de un Gobierno de centro izquierda (PSOE) a un Gobierno de centro derecha (PP) Y esto porque el ascenso de uno y la caída de otro son dos momentos cuya posibilidad está contenida en un contexto de leyes fundamentales. Toda acción que estando más allá de dicho contexto, que lo pretendiera modificar, ha de desarrollarse más allá de estos criterios, en el plano de un discurso subjetivo, apelando a una serie de valores superiores, naturales, donde cada uno apuesta por una preferencia y la defiende con argumentos que pueden ser más o menos convincentes, pero para los cuales, más allá de la persuasión, no existe criterio inmutable.

De este modo comienzan a aclararse ciertos puntos oscuros de la teoría del Estado y del Derecho. Los revisionistas no pueden contar muertos ni hablar de dos bandos como si realmente se tratara de dos españas. En efecto, todos eran españoles, pero divididos por una forma de violencia ilegítima que se oponía a una organización de la violencia cuyo derecho a la autodefensa estaba plenamente reconocido. Podemos, claro está, lanzar una queja a las autoridades de cualquiera de los dos ordenamientos. Podemos decir sin ningún temor que si la II República no hubiera aguantado hasta el final, el número de muertos hubiera sido menor. Podemos, y debemos, hacer la crítica interna a la II República y a sus gobiernos. Crítica no es igual a revisionismo. La primera puede incluso poner en relación la Guerra Civil, o explicarla, desde la inoperancia de los dirigentes republicanos o desde el desarrollo del Frente Popular o del contexto internacional. Pero claro, esto no lo hace para justificar un golpe de Estado, sino para explicarlo y sacar a la luz aquellas circunstancias que no deben volver a repetirse. Mientras que en una crítica interna a la II República late el reconocimiento implícito de que es el sistema más deseable, motivo por el cual nos interesamos acerca de los motivos de su fracaso, en el revisionismo no late más que una imposible deslegitimación para legitimar un golpe de Estado. En el franquismo posterior, constituido, ni siquiera se podrá hablar seriamente de ilegalidad, y esto será una enfermedad endémica que procede de la forma en que inicialmente se va desarrollando: más allá de toda ley, no apelando a más principio que sí mismo: la autarquía.

Se puede, desde luego, opinar a favor de un golpe de Estado. Y, a propósito de esta opinión, se pueden dar razones de ello basándose en la debilidad del ordenamiento contra el cual se efectúa el golpe. Pero todo esto es una cuestión de gusto, de preferencias personales. Y que toda esta supuesta objetividad de los revisionistas salga a la luz como mera preferencia personal por un pasado franquista, ya que carecen de una teoría seria, es la auténtica tarea de una historiografía cuyos datos sean ordenados en el contexto de una teoría histórica rigurosa. A todo lo más que pueden aspirar los revisionistas es una teoría de la circunstancia. Esta no sólo deja irresoluto el problema de la legitimidad, sino que daría como resultado una legitimidad subjetiva y meramente circunstancial, basada en la provisionalidad de los hechos históricos.