viernes, 31 de octubre de 2008

Zonas de indistinción entre teoría y práxis cognitivista II.

La "crisis" en el sistema.



EN el anterior artículo he intentado demostrar cuál es el sentido del tiempo que es preciso crear y monopolizar según la dinámica interna del "sistema", en cuyo seno encontramos dos categorías que le son imprescindibles: "función" y "subsistencia". Desde ahí, descubríamos que en la "acción exitosa", repetida no en una cadena casual lineal, sino en una red de relaciones sociales, infinitamente, el ser social se jugaba su propio ser, reactualizándose a cada instante con vistas a una subsistencia que ya no se sitúa en un futuro próximo, sino que se liga, siendo intrínseca más bien, al éxito de dicha accción.

La potencia del sistema: el holismo de las acciónes, la disolución de su significado intrínseco y con él el del sujeto que las realiza -y con éĺ toda responsabilidad- estribaba, decíamos, en su impersonalidad y en el hecho de estar filtrado, no ubicado, no centrlaizado. La globalzación del sistema capitalista (o neocapitalismo) como resulta de la caída de la Unión Soviética explica explica esta progresiva descentralización e invasión del sistema, donde ya es casi imposible encontrar un afuera en el que situarse para poder juzgarlo. Ese Dios omnipresente al que hacía alusión en el anterior artículo. Por otra parte, y quizá hasta más significativo que la propia expansión de las formas de producción capitalista, pero realmente interno a la misma, es la cada vez más intensa burocratización de la sociedad. Sólo al amparo de este invento necesario para el despligue del capital pueden entenderse las teorías filosóficas que han hecho del holismo del significado el centro de su doctrina. Que se le hiciera notar con anterioridad a las mismas no desmiente esta tesis, igual que Sócrates, Aristóteles y Descartes, hablaban del lenguaje y no por ello nos privamos de fijar con concreción, un giro lingüístico en la filosofía contemporánea Pero la descentralización progresiva del capital (lo cual está generando crisis de carácter global) quizá encuentra su máxima expresión filosófica en las teorías del sentido que elaboran autores como Deleuze. Éste llega a comparar el flujo de cuántos con el flujo-dinero de la sociedad capitaista, nueva reinversión y crecimiento que lo convierte en eterno neocapitalismo. Pero lo más importante es su concepción de un sentido dado en una trama de relaciones no lineales, sino difuminadas en una red, no ya como símbolos fijos cuya marca material se identificara con el sentido y remitiera a otro sentido distinto de aquel, sino como un eterno desplazamiento del sentido entendido como fuerza. Holismo y descentralización -iniciada ya con Wittgenstein o Slick en su ejemplo del Diccionario, que también retoma Derrida, pero llevado hora hasta sus últimas consecuencias en el intento de hacer saltar por los aires la "estructura" en pro del movimiento azaroso- que encuentra su máxima representación social en la nueva burocracia informatizada y en el neoliberalismo económico.

De la imposibilidad de hablar de disfunción o función por la subsistencia exitosa de facto, se deducía que toda acción -incluso revolucionaria- estaba abocada a la perpetuidad del sistema. Ante semejante Dios -no demiúrgico- el ser humano siente la plena impoencia. Pero esto ya lo había visto Max Weber al hablar, precisamente, del proceso de burocratización de las sociedades capitalistas, proceso, decía, también inherente y por tanto necesario a su expansión. Ya antes de Max Weber, Kafka había hecho notar, a través de Josef K. en la novela El proceso, cómo se sentía un sujeto encerrado en el ciego mecanismo de la burocracia, remitido de un lugar a otro, sin hallar jamás el principio ni el final, pues no existen o se sitúan, como hizo ver Orson Welles en su película The Trial, a extramuros de la ciudad, donde el personaje de Josef K. puede ser muerto de cualquier modo al situarse fuera de toda jurisdicción. Milan Kundera nos habla, en un artículo dedicado al problema de la burocracia, de cómo ésta nos puede introducir, a través del error, en aventuras que, en realidad, no son tal cosa, pues fuerzan al individuo a un movimiento eterno que él no desea, por el que es empujado ciegamente, tropezándose siempre con funcionarios no entendidos ya como grises trabajadores del Estado moderno, sino como epleados de empresas privadas que realizan tareas burocráticas, parciales, según la ética de la convicción weberiana.

Pero había una impotencia del sistema, y estaba presupuesta en la imposibilidad de determinar una graduación en la subsistencia, en no poder establecer jerarquías entre el ser y el no ser. Hablar de potencia de ser, decíamos, quedaba para la supervivencia tal y como la había definido Elias Canetti, pero en modo alguno podía derivarse una escala de la noción de subsistencia, en tanto que aquello opuesto al ser y su simple subsistencia, es, directamente, lo que no es.

No es de extrañar que, estando estas nociones directamente relacionadas por la progresiva expansión del neocapitalismo a nivel global, lo que se esconda detrás sea una concepción utilitaria del bien. El ser, que es el bien sumo, lo que el sistema persigue como su máxima realización continua, su perpetua actualización partiendo siempre del no ser, de la posibilidad de no ser ya, es subsistencia. Lo que está destrás, pues, es el utilitarismo y la sociedad de consumo tal como la vio Hannah Arendt.

Este es el tiempo posiblemente apocalíptico, un perpetuo estado de inestabilidad, un tiempo que es, en realidad: "acontecimiento" de ser, y que presupone, en su despligue continuo hacia sí mismo no como crecimiento sino como subsistencia, el no ser como su condición de posibilidad. Hasta aquí, esta inaudita mezcla de lo analítico con lo continental, el pragmatismo y utilitarismo donde el ser como acontecimiento de ser -subistencia, emergencia de lo mismo biológico, eterna repetición de lo mismo- se nutre de una concepción metafísica del tiempo que ha intentado romper, y oponerse, a la tradición anglosajona. La diferencia estriba en que para el postestructuralismo francés la repetición, como producción, no es la vuelta de lo mismo (idéntico a sí mismo) sino la vuelta de la diferencia entendida como producción, esto es, no subsistencia sino crecimiento. No obstante, independientemente de que la vuelta de la diferencia no implique quizá el crecimiento -esto quedaría para otra reflexión-, en cualquier caso se trata de algo que borra el pasado y hasta el futuro, algo que emerge, que acontece, un tiempo posible, una vuelta continua de ese tiempo caracterizado por ser acontecimiento de sí y por presuponer, a su base y como condición de su ser, el no ser, el nihil, la nada o, no ya la muerte del sujeto, sino de todo el sistema social.

No es casualidad, por tanto, que en las sociedades industriales finalmente la forma de "obligar" al sistema haya sido la Huelga General, que la política -supuestamente mediadora- inclinada siempre al incremento de capital, intenta administrar y monopolizar a toda costa. Una Huelga de este tipo no es disfunción, sino no-función. Esto demuestra el carácter positivo que la disfunción ejerce con relación, no a una porción, sino al conjunto. La Huelga no es disfuncional porque no hay acciones de ningún tipo, produciendo, por tanto, la suspensión total del sistema, su suspenso o puesta entre paréntesis, y la Huelga, este paréntesis (sólo concibiéndola como paréntesis sobrevive el sistema, pues implica una posterior continuidad), viene motivada por una exigencia de justicia. Para líneas más abajo, quedémonos con cómo la sociedad sistémica y funcional de tiempo apocalíptico no puede integrar la Huelga General -no por mucho tiempo- precisamente por su carácter de suspensión temporal del sistema, y cómo sólo la integra, por otro lado, como suspensión transitoria. Y quedémonos, también, con que la Huelga explicita una exigencia de justicia.

La "crisis" interna del sistema muestra a las claras cuál es su punto débil y, a la vez, su punto fuerte, pues es cierto que la impotencia juega siempre a su favor -entendida ésta como el sometimiento resignado a sus directrices anónimas e irresistibles-, pero su debilidad en el tiempo apocalíptico juega, ahora de forma estratégicamente dirigida, también en pro de su desenvolvimiento. El problema con el que se enfrenta una crisis profunda es el posible colapso del sistema. Colapso quiere decir que, a diferencia de la Huelga transitoria -que puede prolongarse más o menos, pero que presupone su acabamiento y a veces incluso en circunstancias más favorables para el sistema que las anteriores, pues reabsorbe, a la larga, los logros en contra del sistema para convertirlos a su favor- el sistema se hunde. En la posibilidad de su hundimiento definitivo, se rompe por momentos la ilusión de la impersonalidad de los engranajes del sistema. Estos cobran forma humana y por tanto surge un dirigismo consciente de acciones que, ahora sí, hay que entender como externas al sistema, como aquéllas manos concretas, visibles, conscientes, que han de volver a dirigirlo. Ahora bien, si en este instante se descubre la ilusión de la impersonalidad, tal ilusión no es fácil de ver precisamente por el peligro de la disolución del sistema, con el cual todos nos sentimos identificados en tanto que subsistentes. Una vez que mi vida se ha puesto en relación con el sistema, y el sistema se ha definido como subsistencia, mi vida, mi ser, se pone en juego con el ser del sistema. La posibilidad abierta en la "crisis" como acontecimiento, esta vez no del ser, sino del no-ser, como emergencia súbita de lo que antes sólo estaba presupuesto y era condición de posibilidad, es la posibilidad abierta de que nadie sea ya, de que todos seamos tragados por ella. El terror que esto suscita no deja ver a las claras cuáles son las trampas del discurso político -ahora dirigista- ni cómo funcionan. El terror a no ser hace incluso que la izquierda más respetable, aunque con ciertas condiciones, se incline a favor de la subsistencia, del ser del sistema.

La crisis financiera global emerge cuando el sistema capitalista se colapsa, pero vemos cómo, en realidad, este tiempo apocalíptico, esta irrupción del nihil, no es en realidad algo ajeno a su despliegue normal, cotidiano. Lo único que se hace posible es lo que estaba implícito en cada acción exitosa -la posibilidad del fracaso- en cada emergencia del tiempo triunfante capaz de hacer subsistir al sistema.

Apocalipsis, realmente, no significa final absoluto. En los textos bíblicos implica la segunda venida de Jesucristo, esto es, el final de una era y el principio de otra. Una inteligencia natural en el ser humano, y su propia experiencia histórica, le han enseñado que un final definitivo nunca es realizable, que se trata solamente de un final estructural, el final de los tiempos, en tanto que, como ya hemos visto, es la estructura misma, su dinámica interna, la forma de su despligue, la que define la forma temporal. Y un final estructural marca siempre el inicio de otra cosa, por lo cual se convierte en el acontecimiento decisivo donde los historiadores de todas las épocas sitúan el corte, esto es, el lugar de interrupción -metódica- del tiempo. El historiador, como juez que es, irrumpe en el tiempo igual que la justicia, como veremos líneas abajo.

Pero lo que hace aparecer la "crisis" como apocalipsis del tiempo en sentido absoluto, es la identificación de sistema y subsistencia. Lo que se extermina es la vida, y la vida, aquí, se entiende como soporte de toda accón, como base de todo lo humano. Y en una sociedad antropocéntrica, el final de lo humano es el final de la Historia, de la Tierra y hasta del Universo.

Este tiempo apocalíptico absoluto explica que debamos, en último término, dejarnos arrastrar por su dinámica. Cuando un socorrista saca un cuerpo ahogado de la playa, no es tiempo, ¡no hay tiempo!, para iniciar un debate ético acerca de su reanimación. Quizá éste venga después, cuando el sujeto o a muerto o ha logrado sobrevivir, pero, en el momento, lo que cuenta antes que toda consideración es reanimarlo, sacarlo de su estado de posible inexistencia para traerlo de nuevo a la vida segura.

La política de M. Foucault, H. Arendt o G. Agamben han ilustrado las causas que han hecho evolucionar a la sociedad hacia una biopolítica. Bien porque desaparece la figura del soberano -dador de vida y de muerte- bien por la irrupción del animal laborans en el espacio público, bien por la fractura entre derechos del hombre y del ciudadano, todas coinciden en situar la "vida" -orgánica- como justificación y objeto del poder existente. De ahí que la política, en una situación de crisis, se convierta en el experto médico que, intencionalmente, actúa sobre el sistema como sobre el ahogado de la playa.

La justicia es lo opuesto a esa dinámica. El debate social de trasfondo ético con relación a las medidas adoptadas por la política para la reanimación del sistema trae explícito una exigencia de justicia. No se trata de discutir su utilidad técnica, sino su viabilidad ética con relación, entonces, no ya a unos instrumentos u otros, sino a unas valores y principios universalmente reconocidos y revalidados de facto en tanto que suscitan tal debate. Pero toda exigencia de justicia abierta por semejante debate implicaría un veredicto final. Y para que éste se produjera han de darse varias circunstancias contrarias a la reanimación del posible cadáver. Pero no se trata de la elección de esos principios universales, pues, como ya he dicho, están decididos justo en el instante en que surge la propia exigencia de justicia, es decir, es inherente a ella, pues no hay "justica" en general sin que la promueva una exigencia de justicia concreta sobre los hechos concretos, es decir, no hay valoración universal del tipo "esto no está bien" sin un "esto" efectivo, concreto, capaz de universalizarse en una proposición ética.

No es la elección de los principios, repito. Se trata de aquello que precisamente caracteriza a la justicia como virtuosa: la prudencia y la imparcialidad. Prudencia a la hora de examinar los hechos y las circunstancias en las que están envueltos con relación a las leyes, que son puestas, a su vez, a la luz de esos principios éticos basados precisamente en la estrucutra orignaria del sistema, e imparcialidad como lo opuesto a una política que se inclina a favorecer a los elementos del sistema que además de poner en peligro la propia subsistencia, con ello, pueden incurrir en una injusticia.

Pero lo que encontramos aquí son dos concepciones opuestas del tiempo. El sistema requiere la decisión y la acción exitosa, absolutamente instrumentales, que se aplican a la urgente subsistencia, y la justicia es ese paréntesis tan similiar al que realiza el historiador en tanto que ha de partir, dividir, diseccionar para discernir con claridad las partes en litigio. Necesita, pues, un tiempo que no es ni lento ni rápido, sino inherente a la investigación, necesario con relación a un veredicto justo. Es, en realidad, una suspensión del tiempo social -no se sabe si transitorio para el sistema herido de muerte, pues el veredicto podría terminar de sentenciarlo- generado por la propia estructura del sistema, contrapuesto a la estructura del sistema justicia, que organiza su tiempo con relación a los fines que persigue. En definitiva -esto lo ha visto Levinás mejor que nadie, pero también autores como Walter Benjamin- la justicia es la irrupción en el tiempo de los hombres -el del sistema- la detención del progreso, de la sociedad, de absolutamente todo.

De ahí se deduce, pues, que en momentos de máxima alerta, de crisis, de apocalipsis absoluto, de muerte, de posibilidad de no ser, la justicia sobre los métodos a emplear -que no los instrumentos técnicos- y aún sobre las causas de ese colapso sistémico, sea algo totalmente aplazable. Y de ahí, también, que la elección sólo sea de instrumentos técnicos y recaiga exclusivamente sobre una política volcada, no a la justicia, sino a aquéllo que caracteriza en este caso el sistema, el capital. Sea cual sea la solución, el debate sobre la justicia se dejará para después, para cuando, el enfermo, por fin, sane, para cuando salga de la crisis.

¿Quiere esto decir que, en tiempos de crisis del sistema, el discurso sobre la justicia brilla por su ausencia? En realidad no. Más bien diríamos que brilla por su debilidad e impotencia. La dicotomía entre la que se mueve el pensamiento de izquierdas (imparcialidad de la justicia-utilidad social) da cuenta, a su vez, de este sentimiento de impotencia ante el sistema inducido por su identificación con la subsistencia.y su discurso correlativo de apocalipsis absoluto. En realidad se reconoce abiertamente que las acciones instrumentales emprendidas no son justas, pero, de otra parte, el pensador, preso del pragmatismo que lleva en su base el sistema, educado en dicho pragmatismo, adopta una aptitud racional y se inclina a favor de la reanimación del cuerpo social. En este sentido, se confunde la racionalidad con la utilidad. A su vez, este discurso pragmatista es el aceptado en una sociedad de pensamiento monolítico, uniforme, por lo que dicho pensador no reúne el valor suficiente como para posicionarse en contra de dicho discurso al exigir justicia, pues esto supone posicionarse en contra de toda la sociedad, de unas doctrinas absolutamente dogmáticas que arraigan en el interés exclusivamente privado del neocapitalismo y el sistema financiero global que lo respalda.

sábado, 25 de octubre de 2008

Zonas de indistinción en la relación entre teoría y praxis cognitivista

Como respuesta y continuación a los problemas planteados en la "Presentación" del blog: www.themyla.blogspot.com; de María García Pérez.


Creo que he entendido tu manifiesto: ni angustia como nota existencial ligada a la elección humana (posibilidad), ni reacción ante un peligro ficticio que hubiera que corregir. Además, tampoco se entiende por qué ni cómo el ser humano reacciona ante un peligro (de hecho, pues sólo él explica la reacción) que luego no es tal (por derecho. Nota: este es el problema del legislador, que expondré en otro artículo)

Entonces, la angustia se plantea como potencia de libertad inscrita en la naturaleza humana y la imposibilidad de llevarla a efecto. ¿Es posible que se genere ante la idea de una libertad de derecho (reconocida por las sociedades democráticas contemporáneas) que no tiene su correlato en el hecho (en la vida cotidiana del individuo en sociedad)?

Es decir, su dinámica quizá sea: la de ser conscientes de ser libres por derecho y a la vez en la imposibilidad de localizar una ausencia de facto de esa precisa libertad

Pienso, además, que la realidad que nos toca vivir es ineludible. Una mentira sobre la misma no la evita, sólo la encubre, aplazando la verdad y desviando los efectos. La ausencia de libertad real que sentimos hoy día, y nos precipita, por esa misma dinámica, a la angustia (ignorancia en el fondo de la situación propia, imposibilidad de localizar el cáncer que corroe la vida, que la inhabilita para la felicidad), se encubre. Pero no así el efecto, que es la angustia. Tal efecto, como producto de la mentira implícita en el discurso social, es desviado hacia la patología, hacia lo disfuncional, de manera que la propia sociedad que lo genera está en condiciones de administrarlo, proyectando una coacción directa en este mismo proceso de curación y haciendo que juegue, por tanto, a su favor.

Esto es, sólo cuando el individuo en sociedad es incapaz de asumir la situación anómala de ausencia de libertad y rompe en estados de angustia y ansiedad, la misma sociedad, a través de sus "clínicos", lo interviene ya directamente para su reconducción, para volverlo a convertir en un término funcional de un sistema (el sueño de control de las acciones por remodelación de las pulsiones que se baraja en la película de Kubrich: La naranja mecánica)

En este sentido, no estaría mal revisar la terapia cognitiva a través de "La historia de la locura" de Michel Foucault. La relación se establecería así: si cada sociedad genera y produce su espectro, si la "locura" depende de las formas sociales en curso, históricas, concretas y contingentes, tal y como la definía el filósofo en su obra, eso explicaría por qué la patología actual apunta a la disfuncionalidad. Y por qué, también según Foucault, esta patología está basada en una teoría que se abstrae de la realidad de la que emerge, evitando explicarse a sí misma como concreción dominante de aquélla.

Pensemos que según el modelo social vigente la participación del ciudadano en la cosa pública es "indirecta", esto es, no basada en una elección consciente sobre la forma de lo social (lo propio en una democracia ideal), sino en la contribución indirecta que hace el individuo a la sociedad a través de sus impuestos, su trabajo, su voto (para legitimar una u otra clase política y contribuir al desarrollo de la democracia -la obligatoriedad de votar-).

La figura límite de la integración, como ya pensamos en Lisboa, es la del inmigrante. Nosotros estamos dentro -más bien, atravesados, constituidos- y no podemos objetivar nuestro proceso de inserción social, pero el inmigrante, como el que se presenta desde un "afuera" exigiendo ser "asimilado" por el "organismo social", es aquel sobre cuya persona se ejecutan los procesos de integración, es decir, es aquel supuesto gracias al cual podemos hacer inteligible nuestro propio modo de inserción social.

En este sentido, los programas políticos de integración del inmigrante tienen como objetivo primordial integrarlo dentro del mundo laboral. El estado de "activo" en situación "regularizada" es condición sine qua non para que un inmigrante, aun sin perder este estatuto, pueda ser reconocido como integrado socialmente.

Esta idea tiene implícita la de una sociedad entendida, no como conjunto de individuos, sino, también como a sabido ver Foucault al describir las características de la biopolítica, como organismo vivo sobre el cual hay que intervenir quirúrjicamente para su continua reconducción. Aquí, lo que está detrás es una sociedad entendida como "cuerpo vivo" en la que cada uno de sus términos sólo tiene sentido si es referido al organismo -sistema- a cuyo funcionamiento contribuye. Este esquema holista es en el fondo "total" -Hegeliano- pues ningún holismo disuelve la realidad ontológica de los términos si antes no los ha integrado en un conjunto que puede ser entendido como la Unidad, Unidad esta que no actúa desde "más allá" del sistema para corregirlo (como un Demiurgo contra el cual aún cabe la rebelión), sino se confunde aquí con el sistema mismo -el único individuo real, el único actor.

Así, se crea un proceso de inmanentización de toda acción en el interior del sistema que genera, no ya rebelión, sino pura impotencia, pues el "sistema" al cual nos referimos, además de impersonal (No Demiurgo, Acéfalo), es una máquina implacable a la que le satisfacen -por esa inmanentización- todos las acciones, todos los movimientos, todas las iniciativas. La acción y la reacción son asimilados en este organismo como partes de un mismo proceso constitutivo de la esencia inobjetivable -pues es sólo movimiento general- de dicho sistema, el cual, pues, no puede jamás estar saciado.

Pero esta inmanencia de los términos in-significantes por sí mismos sólo es posible gracias al concepto de "funcional", que esconde, a su vez, el viejo prejuicio de la finalidad externa de las cosas. Es la vida en la exterioridad no entendida como lo hacen Deleuze o Derrida, que en efecto pretenden disolver al sujeto a la vez que la Unidad -el golpe se asesta al unísono- sino la disolución del sujeto manteniendo la Unidad como sistema. Así, ha resultado que el reduccionismo, aun poniendo toda su esperanza en el hecho, en el dato empírico, demostrable, cuantificable, en ese afán por reducir todo lo cualitativo por considerarlo parte del viejo prejuicio continental de las idealizaciones -res cógitans, res extensa-, aún así, no solamente no ha sabido llegar hasta sus últimas consecuencias, sino que ha "idealizado" la realidad hasta límites insospechados, pues esa unidad sistémica sustentada en la funcionalidad, en tanto que impersonal, ya ni tan siquiera es localizable.

Es real según este discurso -una herramienta fundamental para poder llevarse a efecto- pero está filtrada en la acción misma del agente, en el concepto de "acción", en la interacción del agente con su afuera. No se ve, pero se produce. El sistema no es, sino que se sostiene, sobrevive, a cada instante. Y, por tanto, a cada instante está en peligro de muerte, a cada instante podría acabarse. Cada crisis podría ser la última crisis del sistema -lo que explicaría, aún en un sistema subsistente, la intervención quirúrjica del político (experto en la “materia” social)-

Cierto que el éxito del sistema es evidente, pues destinado a la mera subsistencia, tal éxito se verifica -según los axiomas de este ciencia, el p. verificacionista- en el simple acto de preguntarse por su éxito, pues si este no hubiera acontecido no existiría nada ni nadie que pudiera interrogarse sobre él. Habría perecido. Ahora bien, este problema se resolvería si se recurre a grados de subsistencia, a estados óptimos, pero entonces la idealización sobre la realidad sería doble, pues habría que recurrir a una norma o tipo ideal cuya realidad empírica ya no sería verificable, pues, de serlo, dejaría de ser el tipo ideal para convertirse en el caso contingente que ha de ser medido.

Con respecto a la sobrevivencia del sistema, a esa posibilidad continua de perecer, habría que descubrir otro prejuicio: una cierta concepción del tiempo como tiempo pasado efectivo, realizado en la acción exitosa, tiempo futuro incierto y cuasi-apocalíptico, en tanto que en él se inscribe la posibilidad, siempre actualizada en las acciones exitosas pasadas y presentes, de no ser, y un tiempo presente paradójico donde el ser y el no ser cohabitan en un conflicto que se resuelve a favor del ser de la realidad dado en la misma acción exitosa. Así, en el presente, en cada presente, nos jugamos el futuro de la humanidad.

La acción del hombre ha de funcionar por fuerza. Es necesario que funcione la acción para que funcione el sistema, pues el final definitivo del mismo depende de la funcionalidad de las acciones con relación a él. Él lo es todo. Él domina, pues, incluso el tiempo, pues la ruptura del tiempo, la posibilidad de su no-continuidad, pone al sistema en apuros, es su debilidad y por tanto ha de dominarlo a través de la acción exitosa de los agentes in-significantes.

Se descubren imposibilidades lógicas de la teoría cognitivista con relación a la praxis que se asegura en el mundo. La praxis la entiendo como terapia cognitiva, y de ahí nos vamos a Leibniz. Nos movemos, a pesar de la pretensión positivista de ser antimetafísicos, en el plano de la monadología, por eso es lógico que se perciba esa idealización, ese Dios-sistema que, como filtrado en toda la realidad, está en todas partes a la vez y es a la vez es ilocalizable, no concretable, no objetivable. Es la máxima de la divinidad cristiana: No estar en ninguna parte y en todas a la vez, en tanto que Él lo es Todo y no un Demiurgo que gobierna la parte que nosotros, finitos, entendemos como el Todo. Pues si no podemos resistirnos al sistema, en tanto que el éxito de éste es su supervivencia, y dicha supervivencia es verificable en el simple gesto que predispone a su verificación, no se entiende, en el plano de la praxis, cómo ciertos comportamientos pueden ser disfuncionales, esto es, cómo pueden contribuir al fracaso del sistema del cual dependen.

De ahí la grandeza del Sistema y su propia debilidad, de ahí que la noción de "disfuncionalidad" no tenga cabida o la tenga sólo de forma parcial, si entendemos que ésta es así sólo por la naturaleza parcial del hombre, por su razonamiento perspectivísitico, incapaz de discernir el Conjunto en su totalidad -cualidad sólo del Ojo infinito que todo lo ve-. El éxito global del sistema implica que una acción no exitosa tiene, no obstante, que serlo a la fuerza. Quizá no es funcional para el propio agente o aquélla materia en la cual se aplica, pero debe serlo en general, pues lo que cuenta es el resultado final, el conjunto de acciones que hacen sobrevivir al sistema. Las mónadas, en su interrelación, actualizan el Todo del cual forman parte.

La diferencia entre la monadología de Leibniz y la teoría cognitivista es que mientras aquélla no puede verificar la existencia del Todo-Dios, siendo su plan siempre aplazable al futuro -final de los Tiempos, donde las interrelación de las mónadas cobran sentido y hasta los aparentes males se revelan como hechos positivos y necesarios para la constitución de este mundo; ésta puede verificar su Todo-organismo en el hecho incuestionable de su supervivencia.

Pero en tanto que superviviente, cualquier acción individual, por aparentemente frustrada o disfuncional que parezca ser para el sistema, actualiza el “mejor de los mundos posibles”. Lo cual significa que toda acción, se quiera o no, está destinada de antemano, en tanto que acción posible y después efectiva, a la perpetuidad del sistema. Veamos las dificultades de la noción “disfuncionalidad”.

Esto significa que el cognitivismo no ha sabido estructurar correctamente la teoría y la práctica. Según la primera, la segunda es imposible. Y esto es así porque teóricamente mantiene una actitud acrítica con relación a la sociedad en la que vive el individuo. Si "él" es "disfuncional" con relación a la realidad, si ésta es el patrón-ideal que mide la calidad de las acciones y de los pensamientos, entonces el sujeto se autoproduce su propia patología como fracaso en el procesamiento de los datos. Ahora bien, si esto es así, si existe relación entre individuo-sociedad sólo al nivel referencial, comparativo y explicativo de la teoría, pero no a nivel patológico que la praxis presupone, entonces el individuo patológico se opone tanto a la sociedad que su naturaleza ha de ser entendida necesariamente como absolutamente diferente. Individuo, sociedad y patología no son conmensurables en un esquema teórico, no existe relación sustancial entre ellos.

Pero hay más dificultades, pues si entendemos que la sociedad sí produce o contribuye a la producción de la patología, estaríamos ante una realidad orgánica (el Individuo Total) que, o bien produce aquello que está destinado a exterminarla, o asumimos que ella, la realidad perfecta, ideal y modélica, ya no puede ser tenida como tal, en tanto que produce errores. Pero... ¿errores con respecto a qué? Según su propio método, la noción de error, al volverse consubstancial al individuo y a la sociedad, únicos polos de esta relación sistémica criticada ampliamente por Levinás en Totalidad e Infinito por sus implicaciones éticas, ya no tiene sentido, se disuelve por sí misma. Acabaríamos en un panteísmo de las acciones, imposibles de cualificar moralmente -funcional/disfuncional- al que nos conduce la misma teoría según la finalidad de subsistencia: todo tiene cabida, todo es positivo. O sencillamente, todo es todo, una tautología sobre la que ya no podemos pronunciarnos, a la que no podemos dar ningún contenido.

Si el propio sistema produce la patología, esto sólo se sostiene recurriendo a una idea que nos conecta directamente con la teoría darwiminista de la selección de las especies. El propio sistema introduciría el error para corregirse a sí mismo, para fortalecerse al corregir sus imperfecciones en un continuo proceso retroalimentativo, o según Nietzsche: "lo que no te mata, te hace más fuerte". Pero esto nos lleva directamente a la problemática del bien y del mal cristianos: Por qué el Bien habría de crear el mal. ¿Qué necesidad tiene? ¿Es el sistema inteligente? El único error que puede conocer el sistema es aquel que él mismo introduce, así que su afán de perfección sólo se entendería como corrección de las imperfecciones autoproducidas. Absurdo.

Así y con todo, un sistema cuyo éxito está basado en la subsistencia, no puede introducir el error, y esto porque entre la vida y la muerte, entre el ser y el no ser, entre el subsistir y el no subsistir, no caben mediaciones, no caben grados. Se puede subsistir más confortablemente o menos, pero esto es subjetivo, pues está asociado a lo que cada cual entiende por su propio bien, su felicidad, de modo que la felicidad no puede establecer un criterio cierto, ni ético ni epistemológico (Kant) ni orgánico, para medir un grado de subsistencia. Además, aquí hay implícita una trampa que se descubre analizando las proposiciones: "subsistir más confortablemente" y "subsistir menos confortablemente", vemos que no implican grados de subsistencia, sino modos o formas, ya que en ambos casos está presupuesto el éxito de la subsistencia.

Existe diferencia entre la subsistencia y la supervivencia y ha sido caracterizada por Elias Canetti en Masa y Poder. La segunda implica la potencia, la intensidad, y quizá si entendería de grados (de menos a más intensidad de ser-, pero la primera es simple y llana permanencia -este autor lo caracteriza con la imagen de una vaca rumiando, una vida vegetativa que consume para vivir y vive para consumir, lo propio del animal laborans de la sociedad de consumo caracterizado por Hannah Arendt en su Condición humana) Entonces, la introducción de un error, de una acción disfuncional por simple que ésta fuera, sería su ruina. Una ruina que además ya no sería constatable, verificable.

Si bien las acciones parecen todas destinadas a su sostenimiento hasta con independencia de la intencionalidad de las mismas, como he hecho ver, el problema de la imposibilidad del error (que de hecho no se da, pues subsiste, repito) conecta con la idea de una organización del tiempo presente como potencialmente apocalíptico, como tiempo que puede acabarse. Como eterno estado de crisis en el sistema. Su naturaleza o sustrato es ser destinal, a la vez que su horizonte permanente es la posibilidad de su ruptura, de su excepción. El caos -estado de naturaleza, guerra de todos contra todos, oscuridad prehistórica, violencia y muerte-, su posibilidad real y permanente organiza a cada instante el orden real del sistema, orden que es inmanente a la movilidad (entendida como acciones funcionales) ya indiferente a cualquier ordenación teleológica, consciente, externa, pues ya hemos demostrado que ni hay Demiurgo ni la teoría sistémica deja hablar en términos de funcionalidad/disfuncionalidad.

Pero, al carecer ya de criterio para operar cualquier distinción binaria, este orden sistémico no puede ya diferenciarse en modo alguno del desorden o caos que presupone el su desenvolvimiento. Las fronteras entre el caos y el cosmos, así como entre lo funcional y lo disfuncional, se vuelven difusas sin permitir una coimplicación, pues ésta también produciría esta zona de indistinción que cualquier teoría, en tanto que basada en conceptos, debe evitar a toda costa.

martes, 21 de octubre de 2008

Solos en la madrugada, de Jose Luís Garci




EXISTE
una película dirigida por Jose Luís Garci llamada Solos en la madrugada, del año 1978, protagonizada por José Sacristán, Fiorella Faltoyano, Emma Cohen, Germán Cobos... y escrita por Jose Luís Garci y José María González Sinde (director éste último de la película Viva la clase media, 1980)

Si se analiza el argumento de esta película se verá que la fecha de su producción no es casualidad. En apariencia una historia íntima, sentimental, pierde este estatuto cuando es vista a la luz de los acontecimientos políticos y sociales de la época. Estoy hablando del proceso Constituyente que intentaba romper definitivamente con los lazos legales que ataban a los españoles a la dictudura militar de Franco. Mi opinión es que tal objetivo no fue logrado en su totalidad, y este artículo se propone, a través del análisis de los aspectos fundamentales de esta película, si bien no ofrecer una respuesta, almenos sí lanzar las preguntas oportunas acerca de por qué no fue posible la totalidad de la libertad democrática que el momento exigía.

En la citada película un personaje interpretado por José Sacristán se muestra en una disyuntiva continua acerca del salto mortal que los españolitos de clase media, pequeño burgueses educados en los valores del tardofranquismo caracterizados por una moral tradicional y casi provinciana, deben realizar.

Este es el dilema del protagonista: de una parte sólo será posible romper con estos lazos a partir de la transformación consciente y voluntaria de la subjetividad, que ha de autocomprenderse como lo suficientemente moderna como para emprender una vida basdada en la libertad. La libertad, en esta película, no es simplemente jurídica, sino que su completa realización implica un cambio radical de mentalidad.

Por otra parte, existe una posibilidad que en modo alguno tiene que ver con la restitución de esa rancia moralina que no les ha dejado ser libres. No es una restitución por dos motivos: primero, esos años son mirados, en realidad, con cierto desdén, pues se sobreentiende que la ausencia de libertad es siempre despreciable. De otra parte, el tiempo ha pasado, la sociedad ha cambiado y la realidad, por tanto, exige un cambio que ha de realizarse por fuerza. Existe una posibilidad no reconstitutiva frente a la que el personaje se siente continuamente tentado. Reaccionar contra la acción de la evidente modernidad no apunta aquí a una transformación de la sociedad que implique un paso atrás, ni a la edificación de una sociedad nueva que rehuya el compromiso de la postmodernidad, sino que se trata a un nivel absolutamente personal, subjetivo. La posibilidad que tienta es la nostalgia, un encierro individual y sentimental en el mundo del pasado motivado por un conflicto de identidad.

La añoranza, tal como ha analizado críticamente Milan Kundera en su libro La ignorancia, presupone la idealización de un lugar al que no se puede regresar. El imposible implicado en este sentimiento es lo que en último término pinta de los más hermosos colores el lugar al que no nos es dado regresar. Máxime si, esa añoranza, se produce ya no solamente sobre un lugar, sino sobre un tiempo. De una forma políticamente correcta, se puede sacrificar la individualidad para partir hacia la patria y diluirse así en la comunidad a través de la exaltación de un sentimiento compartido, pero regresar al pasado, replegarse, reaccionar frente a la acción reformista, es de hecho imposible, en tanto que supone luchar contra las simples leyes de la física.

Por otra parte, este romanticismo, según la película, no llega al nivel productivo del romanticismo decimonónico, en tanto que se trata de una estrechez de miras, de una cursilería. Lo que añora este personaje es cursi, y el significado social, político e histórico de esta palabra para describir la mentalidad española durante el régimen de Franco está brillantemente expuesto en la novela de Francisco Umbral Leyenda del César Visionario. A ella remito para entender la plena significación de este concepto.

Pero aunque esta añoranza sea tratada por Garci como un refugio personal y subjetivo frente a la obligación de acción que impone la posmodernidad, el director es perfectamente consciente de que asumir esta posibilidad tiene repercusiones a nivel social, máxime cuando se trata de una nueva clase media, ya firmemente consolidada, dominante de realidad nacional. Avisa Garci del peligro: si esta clase pequeño burguesa no pasa a la acción, no será el pasado lo que regrese, sino la más simple y pura inactividad, la inacción y la impotencia.

Los engranajes de la nostalgia imponen de esta forma su mentira, amenazando con representar un mundo pasado idealizado que se caracteriza por la ausencia absoluta de todo lo malo y perverso que se escondía en él, de todos sus defectos, mentiras e hipocresías. Se trata, en efecto, de poner en marcha la propia dinámica del kitchs, de fabricar un mundo ilusiorio de controlados sentimientos donde la mierda deba ser escondida para que no enturbie la pulcritud de los ideales añorados.

Jose Luís Garci sabe descubrir, a través de los sentimientos disyuntos del personaje que interpreta José Sacristán, cuál es la gran mentira de la nostalgia. Ésta no mira hacia un mundo imposible, remoto, porque sus características sean la belleza y la perfección del ideal, pues lo que esconde en último término es el miedo de este español a asumir las libertades adquiridas. La libertad, reconoce Garcia, es quizá fácil para los franceses o los ingleses, pero no para estos españolitos, y en vez de adoptar una actitud hostil y de reproche hacia estos españoles, les lanza, a través de su cine, una invitación a vivir en un mundo mejor en el que desaparecen las madres, en el que desaparece, en definitiva, esa necesidad de asumir los dictados de un padre, esto es, de romper con el paternalismo que estaba a la base del Estado franquista.

Reconoce, es cierto, la comodidad de dejarse hacer por este paternalismo. No solamente es cómodo no elegir, no asumir la responsabilidad de las acciones que se emprendan, sino que, como contrapartida, también es cómodo achacar los males propios a un mal gobierno. Cuando Alexis de Tocqueville, en su Democracia en América, comparaba a los americanos con los europeos, nos decía que los segundos, acostumbrados no a la libertad sino a la igualdad, a la homogeneización de las tareas administrativas dirigidas desde el Estado, no era difícil verlos criticar al gobierno de turno para luego no adoptar ninguna actitud positiva y constructiva. Se sobreentiende que sólo la reconocida libertad está en condiciones de configurar una subjetividad de responsabilidad ante las propias acciones que a su vez adopte una actitud crítica frente a las acciones de un gobierno. Y esta característica la cumple punto por punto el personaje de Solos en la madrugada, lanzando continuamente quejas pero sumido en la más absoluta inactividad, incapaz de construir mundo.

Por eso, Garci, identifica a la perfección esta clase de nostalgia con lo que, según Kundera, constituye su esencia: pura y dura impotencia. Si la añoranza es la idealización por la imposibilidad del regreso (a un tiempo o un lugar, o ambas cosas a las vez), si su potencia subjetiva toma su fuerza precisamente de esta impotencia objetiva, no es extraño que el personaje de Sacristán, negando la realidad por miedo, se vea arrastrado a la impotencia, a la simple e improductiva negación de la vida, a un nihil negativo tal y como lo entendieron Nietzsche o Deleuze: nihil que es incapaz de comprender el vacío temporal del tránsito reformador para quitarse el lastre de lo pasado y crear lo nuevo. Al no saber identificar esta cualidad pasajera del vacío, lo que es sólo un mero tránsito histórico se atemporaliza hasta convertirse en lo substancial de la realidad. Se hace de un vacío concreto, histórico, enfermizo, el subsuelo suprahistórico desde el cual representarnos el mundo y nuestra relación con él. La consecuencia más nefasta es la perpetuación de la impotencia, del vacío, la institucionalización de la vida enferma. Precisamente, esa era la crítica que Nietzsche hacía a Schopenhauer como educador.

El nihil negativo es la opción de este personaje, la mirada hacia la nada, hacia el sinsentido de una existencia que ha perdido su valor, su soporte mundano.Y lo exterioriza a través de la ironía, que siempre desdeña cuanto sucede a su alrededor.

De esta forma, se ven claramente las implicaciones políticas de la película. España, año 1978. En las manos de los españoles de clase media está la posibilidad de asumir la libertad con alegría o dejarse arrastrar por la impotencia. De hecho, si bien reconoce que nosotros "no somos franceses", insta al poder de la imaginación, a que, por una vez, "nos creamos franceses", nos imaginemos como ellos para poder llegar a serlo. Este es el sentido de la incomparable escena de cama en que José Sacristán parodia al Marlon Brando de El último tango en París.

Habría que reflexionar sobre el mensaje de Jose Luís Garcia para analizar críticamente la realidad y ver hasta qué punto estos ideales de libertad y responsabilidad se han cumplido. La tesis del libro de José Ribas, Los setenta a destajo. Ajoblanco y libertad, es que unos de los grandes fracasos de la Transición española es haber arrastrado el paternalismo franquista, esta necesidad de ser gobernados, de que nos dirigan. No sólo se trata de elementos concretos y objetivos del franquismo desplazados a la democracia (políticos de falange, empresarios enriquecidos bajo la protección del régimen, medios de comunicación, Cuerpos de Policía y Guardia Civil) sino de una mentalidad con la que, según este crítico, no hemos sabido romper.

En este sentido, el discurso final de José Sacristán en Solos en la madrugada, cuando rompe con el formato sentimentaloide, cursi y reaccionario del programa de radio para instar a la libertad individual, no habría tenido ningún efecto sobre la realidad española. O solamente habría tenido, a la larga, un efecto parcial más basada en el egocentrismo irresponsable y pueril al que empujan las imágenes de la publicidad en la sociedad de consumo, que en la construcción de una mentalidad verdaderamente libre, adulta y responsable.

Pero de aquí nos desplazaríamos a dos concepciones muy diferentes del tiempo que se deberían analizar más extensamente en otro artículo, y son: la basada en la racionalidad, en la capacidad reflexiva de un sujeto autónomo, que apunta al sacrificio eventual del instante inmediato para proyectarse a largo plazo; y la basada en la satisfacción del placer inmediato, en el sacrificio de todo proceso racional en pro de lo instantáneo, donde la única justificación posible a las acciones que de ahí se derivan es un egocentrismo ajeno absolutamente a la ineludible naturaleza social del hombre. Egocentrismo este, a su vez, justificado en un vitalismo adulterado (manido y adaptado a la situación de cada cual) que se mira a sí mismo como causa suficiente para llevar adelante sus proyectos de satisfacción. No se trata de un individualismo filosófico, racional, como pudiera exponerlo Woody Allen, sino de una tergiversación del mismo encaminada a la satisfacción del ego que tendría a la base el mensaje publicitario de la sociedad de consumo. Y sobre todo, la sistemática (y patológica) negación de una identidad adulta que biológicamente es inexorable. Una identidad negada y suplantada por un regreso continuo a la adolescencia en la que nuevas generaciones efectivamente adolescentes no pueden mirarse para objetivar su proceso de maduración. Aquí, lo que prima y relaciona esta crisis de identidad, tergiversando el discurso de la libertad democrática, con la sociedad de consumo, es otra vez la imagen publicitarias, pero en concreto la exaltación de una juventud que se entiende ya como condición indispensable de toda interacción social.

Pero esto es ya otra historia y pertenece a otro artículo de reflexiones.