martes, 21 de octubre de 2008

Solos en la madrugada, de Jose Luís Garci




EXISTE
una película dirigida por Jose Luís Garci llamada Solos en la madrugada, del año 1978, protagonizada por José Sacristán, Fiorella Faltoyano, Emma Cohen, Germán Cobos... y escrita por Jose Luís Garci y José María González Sinde (director éste último de la película Viva la clase media, 1980)

Si se analiza el argumento de esta película se verá que la fecha de su producción no es casualidad. En apariencia una historia íntima, sentimental, pierde este estatuto cuando es vista a la luz de los acontecimientos políticos y sociales de la época. Estoy hablando del proceso Constituyente que intentaba romper definitivamente con los lazos legales que ataban a los españoles a la dictudura militar de Franco. Mi opinión es que tal objetivo no fue logrado en su totalidad, y este artículo se propone, a través del análisis de los aspectos fundamentales de esta película, si bien no ofrecer una respuesta, almenos sí lanzar las preguntas oportunas acerca de por qué no fue posible la totalidad de la libertad democrática que el momento exigía.

En la citada película un personaje interpretado por José Sacristán se muestra en una disyuntiva continua acerca del salto mortal que los españolitos de clase media, pequeño burgueses educados en los valores del tardofranquismo caracterizados por una moral tradicional y casi provinciana, deben realizar.

Este es el dilema del protagonista: de una parte sólo será posible romper con estos lazos a partir de la transformación consciente y voluntaria de la subjetividad, que ha de autocomprenderse como lo suficientemente moderna como para emprender una vida basdada en la libertad. La libertad, en esta película, no es simplemente jurídica, sino que su completa realización implica un cambio radical de mentalidad.

Por otra parte, existe una posibilidad que en modo alguno tiene que ver con la restitución de esa rancia moralina que no les ha dejado ser libres. No es una restitución por dos motivos: primero, esos años son mirados, en realidad, con cierto desdén, pues se sobreentiende que la ausencia de libertad es siempre despreciable. De otra parte, el tiempo ha pasado, la sociedad ha cambiado y la realidad, por tanto, exige un cambio que ha de realizarse por fuerza. Existe una posibilidad no reconstitutiva frente a la que el personaje se siente continuamente tentado. Reaccionar contra la acción de la evidente modernidad no apunta aquí a una transformación de la sociedad que implique un paso atrás, ni a la edificación de una sociedad nueva que rehuya el compromiso de la postmodernidad, sino que se trata a un nivel absolutamente personal, subjetivo. La posibilidad que tienta es la nostalgia, un encierro individual y sentimental en el mundo del pasado motivado por un conflicto de identidad.

La añoranza, tal como ha analizado críticamente Milan Kundera en su libro La ignorancia, presupone la idealización de un lugar al que no se puede regresar. El imposible implicado en este sentimiento es lo que en último término pinta de los más hermosos colores el lugar al que no nos es dado regresar. Máxime si, esa añoranza, se produce ya no solamente sobre un lugar, sino sobre un tiempo. De una forma políticamente correcta, se puede sacrificar la individualidad para partir hacia la patria y diluirse así en la comunidad a través de la exaltación de un sentimiento compartido, pero regresar al pasado, replegarse, reaccionar frente a la acción reformista, es de hecho imposible, en tanto que supone luchar contra las simples leyes de la física.

Por otra parte, este romanticismo, según la película, no llega al nivel productivo del romanticismo decimonónico, en tanto que se trata de una estrechez de miras, de una cursilería. Lo que añora este personaje es cursi, y el significado social, político e histórico de esta palabra para describir la mentalidad española durante el régimen de Franco está brillantemente expuesto en la novela de Francisco Umbral Leyenda del César Visionario. A ella remito para entender la plena significación de este concepto.

Pero aunque esta añoranza sea tratada por Garci como un refugio personal y subjetivo frente a la obligación de acción que impone la posmodernidad, el director es perfectamente consciente de que asumir esta posibilidad tiene repercusiones a nivel social, máxime cuando se trata de una nueva clase media, ya firmemente consolidada, dominante de realidad nacional. Avisa Garci del peligro: si esta clase pequeño burguesa no pasa a la acción, no será el pasado lo que regrese, sino la más simple y pura inactividad, la inacción y la impotencia.

Los engranajes de la nostalgia imponen de esta forma su mentira, amenazando con representar un mundo pasado idealizado que se caracteriza por la ausencia absoluta de todo lo malo y perverso que se escondía en él, de todos sus defectos, mentiras e hipocresías. Se trata, en efecto, de poner en marcha la propia dinámica del kitchs, de fabricar un mundo ilusiorio de controlados sentimientos donde la mierda deba ser escondida para que no enturbie la pulcritud de los ideales añorados.

Jose Luís Garci sabe descubrir, a través de los sentimientos disyuntos del personaje que interpreta José Sacristán, cuál es la gran mentira de la nostalgia. Ésta no mira hacia un mundo imposible, remoto, porque sus características sean la belleza y la perfección del ideal, pues lo que esconde en último término es el miedo de este español a asumir las libertades adquiridas. La libertad, reconoce Garcia, es quizá fácil para los franceses o los ingleses, pero no para estos españolitos, y en vez de adoptar una actitud hostil y de reproche hacia estos españoles, les lanza, a través de su cine, una invitación a vivir en un mundo mejor en el que desaparecen las madres, en el que desaparece, en definitiva, esa necesidad de asumir los dictados de un padre, esto es, de romper con el paternalismo que estaba a la base del Estado franquista.

Reconoce, es cierto, la comodidad de dejarse hacer por este paternalismo. No solamente es cómodo no elegir, no asumir la responsabilidad de las acciones que se emprendan, sino que, como contrapartida, también es cómodo achacar los males propios a un mal gobierno. Cuando Alexis de Tocqueville, en su Democracia en América, comparaba a los americanos con los europeos, nos decía que los segundos, acostumbrados no a la libertad sino a la igualdad, a la homogeneización de las tareas administrativas dirigidas desde el Estado, no era difícil verlos criticar al gobierno de turno para luego no adoptar ninguna actitud positiva y constructiva. Se sobreentiende que sólo la reconocida libertad está en condiciones de configurar una subjetividad de responsabilidad ante las propias acciones que a su vez adopte una actitud crítica frente a las acciones de un gobierno. Y esta característica la cumple punto por punto el personaje de Solos en la madrugada, lanzando continuamente quejas pero sumido en la más absoluta inactividad, incapaz de construir mundo.

Por eso, Garci, identifica a la perfección esta clase de nostalgia con lo que, según Kundera, constituye su esencia: pura y dura impotencia. Si la añoranza es la idealización por la imposibilidad del regreso (a un tiempo o un lugar, o ambas cosas a las vez), si su potencia subjetiva toma su fuerza precisamente de esta impotencia objetiva, no es extraño que el personaje de Sacristán, negando la realidad por miedo, se vea arrastrado a la impotencia, a la simple e improductiva negación de la vida, a un nihil negativo tal y como lo entendieron Nietzsche o Deleuze: nihil que es incapaz de comprender el vacío temporal del tránsito reformador para quitarse el lastre de lo pasado y crear lo nuevo. Al no saber identificar esta cualidad pasajera del vacío, lo que es sólo un mero tránsito histórico se atemporaliza hasta convertirse en lo substancial de la realidad. Se hace de un vacío concreto, histórico, enfermizo, el subsuelo suprahistórico desde el cual representarnos el mundo y nuestra relación con él. La consecuencia más nefasta es la perpetuación de la impotencia, del vacío, la institucionalización de la vida enferma. Precisamente, esa era la crítica que Nietzsche hacía a Schopenhauer como educador.

El nihil negativo es la opción de este personaje, la mirada hacia la nada, hacia el sinsentido de una existencia que ha perdido su valor, su soporte mundano.Y lo exterioriza a través de la ironía, que siempre desdeña cuanto sucede a su alrededor.

De esta forma, se ven claramente las implicaciones políticas de la película. España, año 1978. En las manos de los españoles de clase media está la posibilidad de asumir la libertad con alegría o dejarse arrastrar por la impotencia. De hecho, si bien reconoce que nosotros "no somos franceses", insta al poder de la imaginación, a que, por una vez, "nos creamos franceses", nos imaginemos como ellos para poder llegar a serlo. Este es el sentido de la incomparable escena de cama en que José Sacristán parodia al Marlon Brando de El último tango en París.

Habría que reflexionar sobre el mensaje de Jose Luís Garcia para analizar críticamente la realidad y ver hasta qué punto estos ideales de libertad y responsabilidad se han cumplido. La tesis del libro de José Ribas, Los setenta a destajo. Ajoblanco y libertad, es que unos de los grandes fracasos de la Transición española es haber arrastrado el paternalismo franquista, esta necesidad de ser gobernados, de que nos dirigan. No sólo se trata de elementos concretos y objetivos del franquismo desplazados a la democracia (políticos de falange, empresarios enriquecidos bajo la protección del régimen, medios de comunicación, Cuerpos de Policía y Guardia Civil) sino de una mentalidad con la que, según este crítico, no hemos sabido romper.

En este sentido, el discurso final de José Sacristán en Solos en la madrugada, cuando rompe con el formato sentimentaloide, cursi y reaccionario del programa de radio para instar a la libertad individual, no habría tenido ningún efecto sobre la realidad española. O solamente habría tenido, a la larga, un efecto parcial más basada en el egocentrismo irresponsable y pueril al que empujan las imágenes de la publicidad en la sociedad de consumo, que en la construcción de una mentalidad verdaderamente libre, adulta y responsable.

Pero de aquí nos desplazaríamos a dos concepciones muy diferentes del tiempo que se deberían analizar más extensamente en otro artículo, y son: la basada en la racionalidad, en la capacidad reflexiva de un sujeto autónomo, que apunta al sacrificio eventual del instante inmediato para proyectarse a largo plazo; y la basada en la satisfacción del placer inmediato, en el sacrificio de todo proceso racional en pro de lo instantáneo, donde la única justificación posible a las acciones que de ahí se derivan es un egocentrismo ajeno absolutamente a la ineludible naturaleza social del hombre. Egocentrismo este, a su vez, justificado en un vitalismo adulterado (manido y adaptado a la situación de cada cual) que se mira a sí mismo como causa suficiente para llevar adelante sus proyectos de satisfacción. No se trata de un individualismo filosófico, racional, como pudiera exponerlo Woody Allen, sino de una tergiversación del mismo encaminada a la satisfacción del ego que tendría a la base el mensaje publicitario de la sociedad de consumo. Y sobre todo, la sistemática (y patológica) negación de una identidad adulta que biológicamente es inexorable. Una identidad negada y suplantada por un regreso continuo a la adolescencia en la que nuevas generaciones efectivamente adolescentes no pueden mirarse para objetivar su proceso de maduración. Aquí, lo que prima y relaciona esta crisis de identidad, tergiversando el discurso de la libertad democrática, con la sociedad de consumo, es otra vez la imagen publicitarias, pero en concreto la exaltación de una juventud que se entiende ya como condición indispensable de toda interacción social.

Pero esto es ya otra historia y pertenece a otro artículo de reflexiones.

1 comentario:

  1. El artículo me parece muy acertado.
    Tal vez la deriva hacia esa subjetividad ególatra y consumista que niega todo principio de realidad y no permite al hombre (a este españolito) la salida de la minoría de edad, no sea más que la forma patológica que se instala a partir del trauma no superado de la pérdida del padre. Es cierto que incluso para Freud la forma en que el trauma era superado constituía un misterio, casi un milagro, y él mismo no supo dar con los mecanismos adecuados en cada caso para tal superación más que por medio de la hermenéutica. Por ello podemos aquí aventurarnos a decir que lo que ocurre, quizá, es que “el padre” en cierto modo sigue ahí (pues aunque Franco murió de hecho, la transición se hizo desde arriba tal y como se apunta en el artículo y, de ahí, que el sistema no fuera depurado), pero también incide aquí, a mi modo de ver, que el concepto de libertad se quiso asociar y se asoció rápidamente al de consumo desde la progresiva invasión de la forma capitalista yanki. Libertad era y es bienestar y, más aun, placer, y, este es, freudianamente, el principio que más poderosamente amenaza a toda posibilidad de un yo racional, activo, capaz de un proyecto serio y común. En efecto, esos españolitos cursis de rancia y enquistada moralina burguesa y católica se hicieron, ya en tiempos de la dictadura en que se gestaron como clase media, a una vida acomodaticia donde su única incursión en lo público pasaba por la fría burocracia donde no existe ninguna posibilidad transformador del individuo sobre lo social y político. Es cierto, antes y ahora dejamos hacer, esto es, en lo que concierne a lo público nada nos pertenece (ahora nisiquiera el dinero de nuestros impuestos que va a engrosar la cuenta de la banca privada) porque nada hacemos realmente para que nos pertenezca. El discurso final de José Sacristán en la película ha caído en el vacío. Pero lo cierto es que mucho se cuidaron los artífices del cambio de no ofrecernos la oportunidad real de intervenir y hacer nuestro mundo verdaderamente nuestro. Y, así, foucaultianamente, se constituye esta subjetividad que hoy, a 2008, nos mantiene en un letargo estúpido, en esta infancia eterna de televisiones de plasma pagadas a plazos, de maquillaje y sonrisa profident, ahí donde el dolor nunca parece alcanzar la cota lo suficientemente alta como para que asumamos la independencia, la adultez, porque tras él, tras el trabajo y la injusticia aparece la promesa que al instante vuelve para rescatarnos y ofrecernos la salvación: otro fin de semana, unas vacaciones, otro trasto más del ikea... enajenación. No, no somos franceses y soñar con ello no creo que nos baste, el Mayo del 68 aquí pasó inadvertido, hoy se nos dice que las revueltas estudiantiles de aquellos años se ceñían a una protesta contra el régimen franquista y de este modo, con este mensaje que simplifica la realidad hasta el extremo, se legitima nuestro momento, se nos dice o, más bien se nos repite hasta la saciedad, que ya somos libres, mientras bajo la imágen del maléfico dictador aparece y desaparece en segundos algun anuncio de coca-cola. La vieja moralina, pues, no ha desaparecido, sólo se ha adaptado a la sociedad de consumo, si se quiere, se ha vuelto aun más hipócrita, más patética. No ha habido ruptura, seguimos una línea contínua, gastada ya, histriónica y que, a nivel mundial queda reflejada a la perfección en la última película de los Coen, Quemar después de leer donde la relaidad pierde todo su sentido precisamente cuando empieza a ser movida por aquellos que sólo quieren dar de si a su propio ego, que han perdido toda capacidad de raciocinio y de escucha al otro asumiendo el discurso televisivo.

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